jueves, 28 de junio de 2012

Los “derechos” de los animales


Los “derechos” de los animales

Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT

“Reconoceremos los derechos a los animales apenas lo soliciten” (Anónimo)

I

El Consejo de Estado profirió recientemente un fallo en el cual “exige evitar el sufrimiento de los animales en cualquier tipo de eventos, como corridas de toros, circos y mataderos”[1]. Los animalistas y ambientalistas están exultantes. Andrea Padilla, de la Fundación Anima Naturalis, señala que la decisión del Consejo “tiene elementos como el concepto de la vida y la muerte digna de los animales, la obligación del Estado para proteger y velar por los derechos de los animales. Este concepto abre una esperanza impresionante para el futuro de los animales en materia legislativa y jurídica (…) Con este fallo (…) vemos una gran posibilidad y el espaldarazo para abolir no sólo las corridas de toros, sino el uso de animales en circos, en donde son vulnerados sus derechos”.  Con su frivolidad usual, la prensa bobalicona ha hecho eco de esas declaraciones, proclamando que se trata de una decisión histórica.  Y es verdad, decisión del Consejo de Estado es histórica, como han dicho los ambientalistas, pero no por lo que ellos creen, sino por las consecuencias que tiene para los derechos de los seres humanos.

II

A nivel mundial, la teoría de los derechos de los animales es promovida,  desde hace varias décadas, por una organización denominada Animal Liberation Front[2], cuya acción está inspirada en la obras Animal Liberation, del filósofo australiano Peter Singer, y The Case for Animals Rights , de Tom Regan, filósofo estadounidense.  
Realmente Singer, más que de derechos de los animales, habla de la necesidad de tener en cuenta en nuestro actuar el interés de los animales, interés que tiene su fundamento en su capacidad de sentir dolor. Escribe Singer:

 “All the arguments to prove man's superiority cannot shatter this hard fact: in suffering the animals are our equals.”
Con esto nadie puede, en principio, estar en desacuerdo y es esa consideración la que está en la base de los sentimientos de afecto y compasión que la mayoría de los seres humanos experimenta frente a los animales. Incluso, en la medida en que está en el campo de lo razonable,  podría servir de fundamento a una discusión y una decisión política  - es decir, a una discusión y decisión de humanos – sobre lo que es o no admisible en el trato que dispensamos a los animales.

La posición de Regan es diferente y más radical. Su punto de partida es la negación de que el fundamento de los derechos humanos sea el hecho de que el ser humano sea animal racional. Su argumento, aparentemente fuerte, puede resumirse de la siguiente forma:

Si la base de la consideración de un ser vivo como ser moral, es decir, como objeto de derechos, es su condición de ser racional, a los bebés y los dementes tendríamos que negarles sus derechos. Si no se los negamos, tampoco podemos negárselos a otros seres vivos. En consecuencia, la base del reconocimiento de los derechos debe ser otra distinta al hecho de ser racional. Regan postula como fundamento del reconocimiento de los derechos la capacidad de sentir dolor o experimentar placer. En consecuencia serían objeto de derechos todos los seres vivos dotados de un sistema nervioso central o algo similar.
Desde Aristóteles entendemos que la naturaleza del ser está definida por su pleno desarrollo. Los bebés son objeto de derechos porque un día serán adultos y podrán reclamarlos. Los dementes están privados de algo que naturalmente deberían tener. Por esa razón a unos y otros les reconocemos derechos de que están dotados todos los seres humanos en su pleno desarrollo o en el uso total de las capacidades que los definen como tales.
Pero aceptemos el postulado de Regan: la base de los derechos es la capacidad de sentir dolor o experimentar placer. Imaginemos ahora una cebra, un antílope o un ñu en la sabana africana, el Senguereti. Como se sabe estos herbívoros son el alimento de los leones, las hienas, los perros salvajes y demás carnívoros que allí habitan también. Cuando una cebra vieja o un bebé cebra son acorralados por una manada de perros salvajes, éstos no la matan previamente para comérsela sino que se la van comiendo a dentelladas. Puede trascurrir un tiempo más o menos largo antes de que la cebra muera como consecuencia de las mordeduras. Entre tanto, el dolor que experimenta debe ser aterrador: los perros se la están comiendo viva.
Hemos admitido que la cebra es titular de derechos y es absolutamente claro que con su proceder los perros salvajes le están violando, por lo menos, el derecho a una muerte digna. ¿Qué hacer? Si admitimos los derechos de la cebra, y sin dejar de lado el hecho de que también, por hipótesis, los perros salvajes tienen derechos, hay varias opciones posibles:
·         Persuadir a los perros salvajes para que no se coman la cebra antes de matarla.
·         Impedir por la fuerza que los perros salvajes se coman la cebra.
·         Separar a las cebras de los perros salvajes.
·         Liquidar a todos los perros salvajes.
·         Sacrificar a las cebras y alimentar con su carne a los perros salvajes.
·         Educar a los perros salvajes para que se vuelvan vegetarianos.  
Pueden imaginarse otras opciones más o menos absurdas. Para salir de ese sinsentido, el animalista debe admitir que los animales no respetan los derechos de los otros animales porque no pueden hacerlo. Unas especies viven a base de comerse otras: en el mundo natural la supervivencia es cuestión de dientes y garras.  No podemos decir que los perros salvajes o los lobos violen los derechos de las cebras o los corderos cuando se los comen. Y si los animales no pueden reconocerse los derechos los unos a los otros, ¿por qué los hombres  tenemos que hacerlo?. Si el animalista responde que el hombre debe reconocer los derechos de los animales porque el hombre es racional, todo el andamiaje de su teoría se derrumba.
Abundemos en este punto. Supongamos por un momento que, como consecuencia de la explosión de una supernova o un acontecimiento cósmico similar, la especia humana  pierda su capacidad racional y quede en igualdad de condiciones con los demás animales. En ese caso, ¿tenemos “derecho” a defendernos por la fuerza de sus ataques?, ¿tenemos “derecho” a matarlos y a comer su carne?. La negativa es un imposible lógico. El animalista debe responder afirmativamente a esas preguntas porque estaríamos en la misma condición que los perros salvajes y los lobos. Si lo hace así debe aceptar que la base de los derechos es la racionalidad de la especie humana.
III
El error fundamental de quienes propugnan por los “derechos de los animales” consiste en ignorar la naturaleza específica de la especie humana  en lo que la diferencia de otras especies vivientes. Es del análisis racional de esa naturaleza de donde surge como consecuencia lógica la idea de derechos propios de la especie humana y de ninguna otra más. Murray Rothbard presenta esta espléndida síntesis:
“Las personas poseen derechos no porque nosotros sintamos que los tienen, sino en virtud del análisis racional de la naturaleza del hombre y del universo. Brevemente, el hombre tiene derechos porque son naturales. Se fundamentan en su propia naturaleza: en la capacidad humana de hacer elecciones conscientes, en la necesidad en que se encuentra de utilizar su mente y su energía para adoptar los fines y los valores, para conocer el mundo, para perseguir sus objetivos de tal modo que pueda vivir y progresar, en su capacidad y su necesidad de comunicarse e interactuar con otros seres humanos y de participar en la división del trabajo. En síntesis, el hombre es un ser racional y social. Ningún otro animal, ningún otro ser posee esta capacidad de razonar, de hacer elecciones conscientes, de transformar su medio ambiente para avanzar, para desarrollarse, para colaborar voluntariamente en la sociedad y en la división del trabajo. Por tanto, aunque los derechos naturales (…) son absolutos, hay un aspecto en que son relativos: son relativos a la especie humana. Una ética de los derechos para el género humano es esto cabalmente: es una ética para todos los hombres, con independencia de la raza, la religión, el color o el sexo. Es una ética para la especie hombre”[3]
IV
Las consideraciones anteriores serían una mera digresión académica si no fuera por las implicaciones prácticas del pensamiento y la acción de los animalistas. Hay que decirlo con toda claridad: el animalismo es un ataque en regla, camuflado de buenos sentimientos, contra las formas modernas producción y consumo humanos  y una de las mayores amenazas contra la libertad.  En las múltiples conferencias que da a  lo largo y ancho del mundo, invitado por toda suerte de ONG ambientalistas, Tom Regan proclama sin reato alguno el objetivo de su accionar:
“I regard myself as an advocate of animal rights — as a part of the animal rights movement. That movement, as I conceive it, is committed to a number of goals, including: the total abolition of the use of animals in science; the total dissolution of commercial animal agriculture, the total elimination of commercial and sport hunting and trapping. There are, I know, people who profess to believe in animal rights but do not avow these goals. Factory farming, they say, is wrong - it violates animals' rights - but traditional animal agriculture is all right. Toxicity tests of cosmetics on animals violates their rights, but important medical research — cancer research, for example — does not. The clubbing of baby seals is abhorrent, but not the harvesting of adult seals. I used to think I understood this reasoning. Not any more. You don't change unjust institutions by tidying them up. What's wrong — fundamentally wrong — with the way animals are treated isn't the details that vary from case to case. It's the whole system”[4].
Es difícil encontrar un punto de vista más anti-capitalista y más totalitario. Y sin embargo, los auditorios bobalicones aplauden extasiados, los gobiernos adoptan legislaciones restrictivas y en todas partes se desata la histeria colectiva contra quienes gustan de las corridas, cabalgan sus caballos, se divierten con los tigres en los circos o usan ratas en sus laboratorios. Aplicada en todas sus implicaciones lógicas, las tesis animalistas nos conducen inexorablemente a la posición del bondadoso  Albert Schweitzer, premio nobel de la paz en 1952, quien negaba que tuvieramos el más mínimo derecho de pisar una cucaracha.  
V
La especie humana tiene un millón de años sobre la tierra. La vida civilizada 5 ó 6 mil. Durante miles de años, nuestros congéneres de las cavernas cazaron y mataron toda suerte de animales para alimentarse con su carne, para arroparse con sus pieles, para construir instrumentos con sus huesos. Posteriormente domesticaron algunas especies y las utilizaron para transportarse, para trabajar, para divertirse.  No tenían alternativa  porque no está en su naturaleza adaptarse instintivamente al medio, como las plantas o los animales. Esto no lo entiende el animalista. Desde su perspectiva toda la historia humana es inmoral. El hombre es un intruso perverso que con su acción destruye el medio donde las plantas y los animales vivían en santa paz antes de su aparición.
El problema con las tesis animalistas, de lo contrario no valdría la pena dedicarles más que la frase del inicio,  es que tienen una amplia acogida entre la mayoría de las personas que, sin alcanzar a ver sus implicaciones, las asimilan a los sentimientos de cariño y compasión que todos experimentamos frente a los animales. Cada vez más oponerse al animalismo está por fuera de lo que se considera políticamente correcto. Hay que combatir el animalismo y negarles a sus partidarios el monopolio de los sentimientos de compasión y respeto con los animales. También es necesario decir con toda claridad que su posición es anti-capitalista, contraria a la libertad y enemiga de la especie humana.

LGVA
Junio de 2012.

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