No voy a votar la consulta anti-corrupción
Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT
Algunos
amigos me han pedido que les explique mi decisión de no votar la consulta
anti-corrupción. Trataré de hacerlo brevemente.
En general,
no me gustan los llamados mecanismos de participación ciudadana o de democracia
directa: plebiscitos, referendos, consultas, etc. Salvo cuando la convocatoria
se hace a comunidades pequeñas, los habitantes de un municipio, y sobre una o
dos cuestiones puntuales muy precisas, la creación de un tributo o el empleo de
unos recursos, estos mecanismos, básicamente, sirven al interés político de sus
promotores, usualmente el mandatario de turno, independiente de la importancia
sustantiva del asunto o los asuntos consultados. Los términos de la consulta
suelen ser tramposos y orientados a inducir la respuesta que favorece inexorablemente
al gobernante o a quien hace la pregunta.
Creo que
Robespierre tiene el mérito de haber establecido en la época moderna la
consulta directa al pueblo cuando hacía que las barras de la Asamblea Nacional
decidieran a grito pelado la suerte de los candidatos a la guillotina. Los
bolcheviques, en los inicios de su revolución, también decidían sus cuestiones
por la aclamación de la turbamulta que asistía a los soviets. Francisco Franco
Bahamonde, Fidel Castro Ruz y Augusto Pinochet Ugarte al parecer adoraban las
consultas, referendos y plebiscitos como quiera que cada uno de ellos convocó
dos o tres, que ganaron por aplastante mayoría, para aprobar leyes o constituciones
escritas por sus serviles asesores.
Adolfo Hitler sometió a referendo la ley habilitante que le permitió
gobernar dictatorialmente haciendo caso omiso del Bundestag donde no tenía la
mayoría.
Contrariamente
a la opinión de mucha gente, pienso que los mecanismos plebiscitarios son la
negación de la democracia porque excluyen el debate y la deliberación, que es
lo que da lugar a los matices, a las diferencias, a las transacciones y,
finalmente, a los acuerdos, todo lo cual es esencia de la política, como dijera
Locke. Cuando me enfrento a un cuestionario que me exige responde Si o No a una
pregunta mañosa, experimento la misma sensación que siento ante un ladrón que
apuntándome con un revolver me pone a escoger entre la bolsa y la vida. Con las
imperfecciones que tiene nuestro congreso - que tampoco es el peor del mundo,
dicho sea de paso- prefiero que todas las cuestiones importantes de nuestra
sociedad se decidan allí y no mediante los tales mecanismos de participación
ciudadana. Habla bien de nuestra
democracia y de nuestra ciudadanía que el referendo de Uribe de 2003 no haya
alcanzado el umbral, que Juan Manuel Santos haya sido derrotado en su
plebiscito tramposo y que la consulta oportunista de Claudia López vaya a
naufragar por falta de votos.
Creo que lo
expuesto es suficiente para justificar mi decisión de abstenerme de votar la
consulta de Claudia López y, muy probablemente, cualquiera otra. No obstante,
voy a exponer una razón adicional: la consulta es un engaño porque no ataca las
verdaderas causas de la corrupción como son las regulaciones que asfixian la actividad
empresarial, la burocracia que crece sin límite alguno alentando el
clientelismo político y el asistencialismo rampante que está convirtiendo a la
ciudadanía en una masa demandante que se cree con derecho a todo. Nada de eso se toca en la consulta y no puede
tocarse porque su propósito no es acabar con la corrupción sino hacer de la
supuesta lucha contra ésta en un instrumento para el avance político de sus
promotores.
Lo más grave
del actual debate sobre la corrupción es que está alentando dos creencias estrechamente
ligadas que me parecen especialmente nefastas y cuya propagación entre las
masas puede poner en riesgo nuestro orden político y económico. La primera es la creencia de que nuestras
instituciones son completamente deleznables carcomidas como están por la
corrupción y, la segunda, que bastaría acabar con ella para que como por
ensalmo desaparecieran todos los males que aquejan la República: pobreza, falta
de oportunidades, desigualdad y todos los demás.
La lucha
contra la corrupción - al igual que la lucha contra la pobreza, la desigualdad
o la injusticia - hace parte del arsenal
ideológico de todos los demagogos que en la tierra han sido y la mayor parte de
los tiranos antiguos y modernos han salido de los demagogos. Para decirlo sin ambages:
los promotores de la consulta anti-corrupción me parecen unos vulgares
demagogos y, por tanto, unos tiranuelos en potencia.
Un gobierno
impersonal, que trate a todos los ciudadanos por igual, e integrado por
funcionarios competentes interesados en el bien público, que actúan conforme a
una ley, también impersonal y abstracta, y que responden políticamente por sus
actuaciones es el ideal del orden político. Creo que nuestro orden político está
bastante lejos de ese ideal. Es aún demasiado oligárquico y aunque no está mal
en libertades civiles ni en pluralismo electoral, flaquea en el funcionamiento
del gobierno y cultura política. El tamaño del gobierno es excesivo, pero aún
tolerable, y en la administración, aunque infestada estúpidos y corruptos, han
logrado consolidarse núcleos de eficiencia con funcionarios honestos y
competentes.
A pesar de
sus imperfecciones, el orden político colombiano es algo que vale la pena defender
y contribuir a mejorar; pero no creo que la tal consulta ni la exaltación
política de sus promotores sean la mejor forma de hacerlo. Todo lo
contrario. Hoy la principal amenaza proviene más que de la corrupción de su
utilización política por los demagogos que atizarán sin descanso la hoguera de
indignación para obtener el favor de los electores. Si los demagogos llegan a
tener éxito podría abrirse el paso hacia la tiranía que es la peor forma de
gobierno y que puede resultar extremadamente difícil de derrocar. Ahí está la
cotidiana y trágica lección de Venezuela, ideal político de los demagogos
colombianos.
LGVA
Agosto de
2018.