domingo, 3 de julio de 2016

El Brexit y el futuro de la Unión Europea


El Brexit y el futuro de la Unión Europea



“Nous ne coalisons pas des États, nous unissons des hommes”

(Jean Monnet).



Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Universidad EAFIT



A finales de la Edad Media, informa Francis Fukuyama, había en Europa unos 450 estados feudales o semi-feudales[1]; cada uno con sus impuestos, sus fronteras, sus ejércitos, su moneda. La movilidad de las personas era muy limitada por la servidumbre de la gleba y el tráfico de mercancías estaba agobiado por las aduanas, los portazgos y los peajes. Según Eli Hecksher, el gran historiador del mercantilismo, hacia los siglos XIII y XIV, había en el Rin unos 60 puestos aduaneros; eran 77 en el Danubio y 130 en el Loira. Ya en la época de Enrique IV, siempre según Hecksher, un transporte de sal de Nantes a Nevers, unos 450 kilómetros, aparece tributando por portazgos 100 escudos, cuando el valor de la mercancía no excedía los 25[2]. Se necesitaron más de 500 años para pasar de esos 450 feudos a los 25 estados modernos que tenía Europa a mediados del siglo XX. En algo menos de 50 años se creó ese espacio de libre movilidad de personas, mercancías y capitales llamado Unión Europea.

El germen de la Unión Europea  es el tratado de Paris de 1951, que dio origen a la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), conformada por Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Luxemburgo y Holanda. Robert Schuman, su inspirador, era un francés de cultura alemana nacido en Luxemburgo, quien se definió a sí mismo como un hombre de frontera. El otro, Jean Monnet, era un hombre de negocios y banquero de inversión con vocación cosmopolita, hablaba perfectamente el inglés y bastante bien el alemán. Ambos entendieron que las dos guerras civiles europeas, impropiamente llamadas guerras mundiales, probablemente no hubieran acontecido en un espacio económico de libertad comercial. La gente que comercia usualmente no va a la guerra. Su proyecto de Europa, como dijera Monnet, no era una coalición de estados, sino la unión de las personas.

 Los ingleses han mantenido siempre frente a la integración de Europa una actitud a la vez expectante, interesada y desconfiada. No se vincularon a la CECA, ingresaron tardíamente a la Comunidad Económica Europea en 1973, se mantuvieron al margen del espacio Shengen e, incapaces de renunciar a su vieja libra,  rechazaron el Euro. Los gobiernos ingleses, especialmente el de Margaret Thatcher, se resistieron siempre al aumento del poder de la burocracia de Bruselas y al giro asistencialista que fue tomando la comunidad por la presión de Francia y otros estados miembros. Argumentaban que su contribución al sostenimiento del gobierno comunitario era excesiva de cara a los beneficios. Hay algo de verdad en eso, pero solo es la espuma del asunto.

El proyecto de la Unión Europea casi desde sus inicios ha tenido las dos caras de Jano bifronte. Una, liberal, la que corresponde al ideal de sus inspiradores y ojalá sea la del futuro; otra, estatista y asistencialista, que se fue desarrollando al interior de sus estados miembros. La liberalización de los mercados mercancías, trabajo y capital; la regulación comunitaria de los mercados de electricidad y gas; en fin, la creación de una moneda común para facilitar los intercambios de todo tipo e imponer disciplina presupuestal a los gobiernos de los estados miembros; se han desarrollado en paralelo con el crecimiento del gobierno asistencialista en todos los países miembros. Así, la lucha por la distribución del presupuesto público que se daba al interior de los países, se trasladó progresivamente a la arena del presupuesto comunitario del cual cada gobierno aspiraba a tener una mayor tajada y una menor contribución. La ideología y las prácticas asistencialistas están profundamente arraigadas en política nacional de todos los estados miembros al punto de que nadie – de derecha o izquierda – puede hacerse elegir sin prometer prebendas, protección social, seguridad en el empleo y muchas cosas más. Esto es lo que está tras la bancarrota de Grecia y las dificultades de Portugal, España o Francia. Eso es lo que está también tras el Brexit, que fue acogido por los votantes no por que aspiran a más libertad económica, mayor responsabilidad individual, más riesgo y menos asistencialismo sino por todo lo contrario.  

Los logros de la Unión Europea son más importantes que los inconvenientes que a su construcción plantean los gobiernos grandes, asistencialistas y proclives a la corrupción con los que habrá que seguir luchando hasta el fin de los tiempos en Europa y en el mundo entero. El Brexit como la bancarrota griega, de la que ya nadie se acuerda, serán vistos como tropiezos en el proceso de ampliación de la libertad económica, que nunca será absoluta, y de construcción de formas de gobierno, que nunca serán perfectas, pero que pueden ser tolerablemente mediocres sin que ello impida progreso económico.  Quizás sea útil recordar la sabiduría de Adam Smith: “La violencia y la injusticia de los gobernantes de la humanidad es un mal muy antiguo, y tememos que, dada la naturaleza de los negocios humanos, no se pueda encontrar remedio alguno a ese mal”. Y terminar con esta aguda observación también de su inagotable cosecha: “Si una nación no pudiera prosperar sino gozando de una libertad y una justicia absolutas, no habría nación en el mundo que hubiese prosperado”[3]   

LGVA

Julio de 2016.



[1] Fukuyama, F. (2011, 2016). Los orígenes del orden político. Ariel-Planeta. Bogotá, 2016. Página

[2] Véase: Hecksher, E.F. (1931,1983) La época mercantilista. Fondo de Cultura Económica, México, 1983. Capítulo II: “La disgregación aduanera y la lucha contra ella” Páginas 29 a 94.  

[3] Smith, A. (1776, 1979). La riqueza de las naciones. Fondo de Cultura Económica. México, 1979.  Páginas 437 y 601.

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