James
Buchanan o la domesticación fallida del Leviatán
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Docente Universidad EAFIT
I
Uno de los fenómenos más
notables del siglo XX es el prodigioso crecimiento del tamaño del gobierno en los
países con economías de mercado. A
principios del siglo pasado el gasto público como porcentaje del PIB, la medida
habitual del tamaño del gobierno, se situaba alrededor del 10% en la mayoría de
los países; hoy supera el 45%, con tendencia a aumentar.
Finalmente, el tercer
fenómeno sobre el cual quiero llamar la atención es cambio de la actitud
intelectual y emocional de los economistas, los filósofos políticos y la
opinión pública en general frente a la expansión de las órbitas de intervención
del gobierno, frente al crecimiento del tamaño del estado. La filosofía
política liberal y, su hija predilecta, economía política liberal nacieron y se
desarrollaron durante los siglos XVIII y XIX en franca lucha contra los
gobiernos absolutistas que eran vistos como los peores enemigos de la libertad
individual. La Riqueza de la Naciones
no es otra cosa que un extenso alegato contra los estados mercantilistas
opuestos a la libertad comercial. La burguesía empresarial y la mayor parte el
movimiento obrero del siglo XIX se identificaban en su desconfianza frente al
estado y querían ponerle límites, la primera, o hacerlo desaparecer por
completo, el segundo. En el siglo XX todo esto cambia y- con pocas excepciones-
los economistas, los filósofos y científicos políticos, la opinión pública en
general y, por supuesto, los políticos y los burócratas, se convierte en
adoradores del Estado, aquí con mayúsculas, y claman por su intervención en
todas las áreas de la vida económica y social.
Los tres fenómenos
mencionados están profundamente vinculados.
En las democracias liberales, el gobierno crece no como resultado de la
imposición violenta de su poder a la sociedad como ocurrió en la Rusia
soviética o en la China de Mao o como ocurre actualmente en la Corea de la
dinastía de los Kim o en la Cuba de los Castro. Durante el siglo XX, en las
democracias liberales, el tamaño del estado parece haber crecido en respuesta a
las demandas de más gobierno libremente expresadas por los ciudadanos en
votaciones y sistemáticamente racionalizadas y justificadas por la mayor parte
de los economistas y demás científicos sociales. El gobierno ha crecido porque
la gente ha querido que así sea y los economistas han racionalizado ese
crecimiento y han desarrollado la tecnología requerida para soportarlo. Esto es
lo que hay que explicar y a ello consagra Buchanan lo fundamental de su trabajo.
II
El Leviatán, como todo
mundo sabe, es un poderoso monstruo marino, una serpiente gigantesca que
aterroriza a los hombres y que sólo se somete ante Dios. Es mencionado varias
veces en el Antiguo Testamento y en los libros sagrados del judaísmo. En la
introducción de su célebre libro, Hobbes habla de “ese gran Leviatán que
llamamos República o Estado”[3].
Al final del capítulo 28 nos informa que ha tomado la comparación del capítulo
41 del libro de Job[4],
donde Yahvé habla de Leviatán en los siguientes términos:
“¿Pescarás
con anzuelo a Leviatán, sujetarás su lengua con cordeles? (…) Tu esperanza
seria ilusoria, pues sólo su vista aterra. No hay audaz capaz de provocarlo,
¿quién puede resistirle frente a frente?, ¿Quién le plantó cara y salió ileso?
Nadie bajo los cielos. (…) En su cuello reside la fuerza, ante él danza el
espanto. (…) Su corazón es sólido como una roca (…) La espada lo golpea y no se
clava, ni dardo, jabalina o lanza (…). Nada se le iguala en la tierra, pues es
creatura sin miedo. Mira a la cara a los más altivos, es el rey de los hijos
del orgullo”[5]
Hobbes insiste en más en
la importancia del poder absoluto del estado que en las limitaciones que la
sociedad debe imponerle. De hecho es abiertamente absolutista y está convencido
de que cualquier limitación al poder del estado conduce a la anarquía[6].
Hobbes considera como repugnante a la naturaleza del estado la idea de que el
poder soberano deba estar sujeto a las leyes civiles; rechaza igualmente la
división de poderes y no vacila en recomendar la censura de las obras políticas
e históricas de contenido sedicioso[7].
Habiendo escrito en una época en que las ideas mercantilistas - que entonces
como hoy son la teoría económica de los gobiernos absolutistas - eran
dominantes, propugna sin ambages por el fortalecimiento de las arcas del estado.
Escribe: “Los estados no pueden soportar
la dieta, ya que no estando limitados sus gastos por sus propios apetitos sino
por sus accidentes externos y por los apetitos de sus vecinos, los caudales
públicos no reconocen otros límites sino aquellos que requieran las situaciones
emergentes”[8].
Pero esto no le impide señalar la existencia de una enfermedad semejante a la
pleuresía que aqueja al estado “cuando el
tesoro del estado fluye más allá de los debido, se reúne con excesiva
abundancia en uno en pocos particulares, mediante monopolios o exacciones
correspondientes a las rentas públicas…”[9].
En fin, no es inútil recordar las ideas de Hobbes sobre la propiedad: “la propiedad que un súbdito tiene sobre sus
tierras consiste en un derecho a excluir a todos los demás súbditos del uso de
las mismas, pero no a excluir a su soberano, ya sea éste una asamblea o un
monarca”[10].
La primera edición de la
obra fundamental de Locke, Dos tratados
sobre el gobierno civil, se publica en 1690, casi 40 años después de la
aparición del Leviatán. A diferencia de Hobbes, Locke enuncia claramente los
límites al poder del gobierno civil cualquiera se la forma de gobierno. En el capítulo XI del Segundo Tratado
establece las restricciones al poder del Leviatán que serán adoptadas por la filosofía
política posterior: “1. Tienen que
gobernar de acuerdo con leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser
modificadas en caso particulares, y tendrán que ser idénticas para el rico y
para el pobre, para el favorito que está en la corte y para el labrador que
empuña el arado. 2. Tales leyes no tendrán otra finalidad, en último término,
que el bien de pueblo. 3. No se deberán percibir impuestos sobre los bienes del
pueblo sin el consentimiento de éste (…) 4. No debe ni puede transferir la facultad
de hacer leyes a ninguna otra persona…”[11].
III
La economía política
naciente estará profundamente influenciada por la filosofía política. Adam
Smith conoce bien la obra de Hobbes, Locke, Hume y la de los filósofos de la
ilustración escocesa. De ellos toma la ficción del “estado de naturaleza” que
los filósofos habían elaborado para criticar la tradición medieval del origen
divino del poder del estado y para fundamentarlo en la voluntad popular. Smith
parte, en efecto, del “estado primitivo y rudo que precede a la acumulación del
capital y la apropiación de la tierra”. Una sociedad conformada por cazadores,
pescadores y artesanos de diversa índole, todos ellos libres, dueños de los
instrumentos y de los productos de su trabajo. En Hobbes, en Locke y en los
demás filósofos políticos ese “estado de la naturaleza” puede conducir a un
“estado de guerra”. Para evitarlo, los hombres acuerdan o pactan la creación de
la sociedad política. No es así es Smith. Los pescadores, cazadores y artesanos
no se enfrentan los unos con los otros, no caen en el estado de guerra; por el
contrario, descubren el trueque, las ventajas de la especialización, inventan
la moneda y se relacionan los unos con los otros en un proceso de intercambio
cada vez más amplio en el cual obtienen un beneficio cada vez mayor. Y todo
esto lo hacen sin un acuerdo previo sobre un objetivo común y sin la
intervención de una autoridad divina o civil que los oriente o los restrinja en
sus decisiones. Del estado de la
naturaleza emerge la sociedad mercantil; no la sociedad política. El gobierno
aparece en el Libro V. En Hobbes, no es inútil recordarlo, lo económico aparece
en el capítulo XXIV consagrado al estudio de la nutrición y preparación del
estado. Pareciera que la existencia de
la sociedad política es condición de la existencia de la sociedad económica.
En el mencionado Libro V
de La Riqueza de las Naciones, Smith establece las funciones básicas del
gobierno: la protección de la sociedad de la invasión y violencia de otras
sociedades; la protección de cada individuo de las injusticias y opresiones de
cualquier otro miembro de la sociedad; el desarrollo de obras públicas que
faciliten el comercio y los gastos en la educación de la juventud. Más allá de
estas funciones, nada debe hacer el gobierno. En particular, no debe
involucrarse en la producción de bienes y servicios pues “no existen dos caracteres
más incompatibles que el del soberano y el comerciante”[12].
Los discípulos de Smith añadirán relativamente poco a esta visión del gobierno
limitado.
En su obra fundamental, Principios de Economía Política y
Tributación, Ricardo parece dar por sabidas las funciones del gobierno
definidas por Smith y se ocupa básicamente del problema de su financiación; es
decir, del problema de los impuestos, el cual, como es usual en él, trata desde
la perspectiva de sus efectos sobre la acumulación de capital. De forma tajante,
señala: “No existe impuesto alguno que no
tenga tendencia a disminuir el poder de la acumulación (…) el gran mal de la
tributación se encuentra no tanto en la selección de sus objetivos, sino en el
monto total de sus efectos de conjunto”[13].
La conclusión es obvia: mientras menos costoso, mejor es el gobierno.
Malthus en este tema, como
en casi todos los demás, es ambiguo y matizado: “…los asuntos del gobierno en materias relativas a la economía política
han de ser muy sencillos y fáciles (…) es imposible que un gobierno deje que
las cosas sigan estrictamente su curso natural (…) una propensión a gobernar
demasiado es una indicación de cierta ignorancia y temeridad”[14].
Sobre los impuestos indica que “…no
sólo son un mal cuando se establecen por primera vez, sino que se siguen otros
al quererse desembarazar de ellos”[15].
Cuánta razón tenía Malthus: desmontar un sistema fiscal ineficiente suele
ser extraordinariamente difícil.
Finalmente hay que
referirse a John Stuart Mill. Su idea
del surgimiento del estado está lejos de todas las idealizaciones modernas de
los gobiernos. Su crudeza anticipa a Rothbard para quien todo gobierno es una
organización criminal. Leemos en Mill:
“Cuando
las personas y los bienes están hasta cierto punto inseguros, todo lo que posee
el débil está a merced del fuerte. Nadie puede conservar lo que ha producido si
no es capaz de defenderlo contra aquellos que en lugar de dedicar su tiempo y
sus esfuerzos a producir encuentran más sencillo dedicar ambos a quitárselo al
que lo ha producido. Por ello, las clases productoras, cuando la inseguridad
pasa de cierto límite y no pueden protegerse a sí mismas contra la población
rapaz, se ven obligadas a colocarse individualmente bajo la dependencia de
algún miembro de la clase rapaz, el cual puede tener interés en defenderlos de toda
rapiña excepto la suya propia”[16]
Y de aquí se deriva, como
fruta madura, esta otra reflexión:
“El
verdadero principio de un gobierno constitucional exige que se presuma que se
abusará del poder político para alcanzar los objetivos particulares de quien lo
detenta, no porque siempre sea así, sino porque esa es la tendencia natural de
las cosas, y en protección contra esto radica la utilidad específica de las
instituciones libres”[17]
IV
En su obra el Poder Fiscal,
donde el gobierno es concebido como un maximizador de sus ingresos, Brennan y
Buchanan sugieren que la ausencia de restricciones fiscales en la constitución
de los Estados Unidos se explica por el hecho de que sus redactores no
alcanzaron a imaginar un estado con el apetito y la voracidad del Leviatán
moderno[18].
Probablemente fue así. Pero, en todo caso, con su lucidez característica, Tocqueville,
en 1835, había anticipado, en su obra fundamental La democracia en América, la tendencia al crecimiento del tamaño
del gobierno en los países de democráticos:
“Como
la mayor parte de los que votan la ley no tienen ninguna propiedad imponible,
todo el dinero que se gaste en el interés de la sociedad parece beneficiarlos
siempre sin perjudicarlos jamás; y los que tienen poca propiedad encuentran
siempre la forma de establecer los impuestos de forma que sólo afecte a los
ricos (…) el gasto público será siempre considerable, sea porque los impuestos
no pueden alcanzar a los que los votan, sea porque son establecidos donde el
que vota el impuesto puede escapar a la obligación de pagarlo” [19]
Mill había señalado que el
interés del estado está en una elevada presión fiscal – Leviatán maximizador de
ingresos – en tanto que el de la comunidad en pagar tan pocos impuestos como
permita la cobertura de los gastos que necesita un buen gobierno[20].
Aquí la clave está en lo que se entiende
por los gastos necesarios de un buen gobierno. Mill seguramente estaba pensando
en los gastos asociados a lo que él llama las funciones ordinarias del
gobierno, es decir, la protección de la vida y propiedades de las personas, la
administración de la justicia y la defensa contra la agresión externa. Para la
mentalidad actual - imbuida de las nociones de justicia social, estado social
de derecho, estado del bienestar y todo lo demás - los gastos necesarios de un
buen gobierno no parecen tener límite alguno. Y ello sería así porque, como lo
señala Tocqueville, la mayoría de la comunidad no solo no paga los impuestos porque
es pobre o no siéndolo logra eludirlos o, como los funcionarios del gobierno, vive
de ellos.
La existencia de una clase
media independiente sería según Tocqueville la condición necesaria para que el
proceso político impusiera límites al tamaño del gobierno y a la presión fiscal
concomitante. Sin embargo este no parece haber sido el caso en Europa y los
Estados Unidos donde la clase media a lo largo de siglo XX ha soportado sin
gran resistencia, salvo durante el breve período de la rebelión fiscal de los
años 70 y 80, el crecimiento de la presión fiscal. Probablemente esto se
explique por el crecimiento económico mismo en situación de inflación
relativamente controlada. Una aritmética simple ayuda a entender este punto.
Supongamos una persona que tiene un momento dado un ingreso de 100 y paga 30 en
impuestos, le queda un ingreso neto de 70. Si algún tiempo después esa persona
tiene un ingreso de 150 y paga un 40% en impuestos, su ingreso neto sería de
90. Si en el período la inflación hubiese sido nula, nuestro personaje habría
experimentado de todas formas un crecimiento de un 28% en su ingreso real; lo
que probablemente hace tolerable la mayor presión del Leviatán. Si en el
período considerado el ingreso nominal del personaje se mantiene, se mantiene
igualmente la presión fiscal y la inflación es de 10%; el ingreso real después
de impuestos cae a 63% lo cual lleva a que la misma presión fiscal resulte
menos tolerable. Esto parece ser lo que sucedió en los años 70 y 80 en los que
se dio una combinación de bajo crecimiento y alta inflación – estanflación fue
el nombre que se le dio a ese fenómeno – lo que generó la situación política e
ideológica favorable a un leve y temporal resurgimiento del liberalismo que
tuvo expresión en los gobiernos que – como los Margaret Thatcher en Gran
Bretaña, Ronald Reagan en los Estados Unidos, Roger Douglas en Nueva Zelanda y
Virgilio Barco y Cesar Gaviria en Colombia – buscaron reducir el tamaño del
estado y modificar la orientación de su accionar hacia las funciones esenciales
que justifican su existencia. Paradójicamente, el impulso que al crecimiento
económico y el control de la inflación resultantes de la reformas liberales de
los años 80, dieron un nuevo aire al Leviatán para que en las dos últimas décadas
continuara con la expansión de su poder fiscal sin suscitar mayor resistencia
de la ciudadanía.
Hayek, como recordarán
todos, dedicó su extraordinario panfleto, El
camino de la Servidumbre, a los socialistas de todos los partidos. Con ello
quería significar que los políticos de todas las tendencias tienden a ser
estatistas. Todo gobierno, incluso el más pequeño, es un mecanismo de
distribución de rentas: no hay impuesto neutral. El mercado genera por su
propia naturaleza resultados desiguales. El mercado es una competencia en la
que, como ocurre en toda competencia, sólo unos pocos resultan ganadores. La
ideología dominante en la actualidad concibe el estado como el gran corrector
de esos resultados, la entelequia encargada de reestablecer la igualdad. Para
cualquier político resulta suicida, salvo en coyunturas excepcionales, defender
el mercado frente a la intromisión del gobierno. Pero el político de cualquier
partido al hacerse estatista no sólo está respondiendo a la expectativa de la
mayor parte de los votantes sino a su propio interés de riqueza, poder y
honores. “Los
políticos de cualquier ideología – escribes Brennan y Buchanan - tienen
intereses en común, y la posibilidad que tienen de explotarlos a expensas del
electorado es muy considerable”[21]
.
Finalmente están los
funcionarios públicos, la burocracia que vive de los impuestos y que diseña los
programas y políticas públicas para su distribución. Ya Niskanen demostró que
aún si no está buscando la satisfacción de su propio interés, o cree no estar
haciéndolo, el burócrata busca de forma persistente ampliar el tamaño y la
influencia de las entidades del gobierno. A los burócratas, dice Niskanen, les
interesa su sueldo, las prerrogativas de su cargo, la reputación ante la
opinión pública, el poder, el padrinazgo y la edad y todo eso está relacionado
con el tamaño del organismo al que pertenece[22].
La burocracia: poder gigantesco puesto en movimiento por enanos, así la definió
Balzac en su pequeña novela Los empleados.
Y, anticipándose más de un siglo y medio a Niskanen, escribió: “Ocupado solamente en mantener su empleo,
percibir su salario y llegar a la jubilación, el empleado cree que todo le está
permitido para alcanzar ese gran resultado”[23]
V
Parece fácil de comprender
que la gran masa de la población, los políticos y los burócratas busquen
acrecentar el tamaño del gobierno. Resulta menos comprensible que en el siglo
XX la profesión de los economistas, con pocas excepciones, se haya rendido ante
el Leviatán, racionalizando su desmesura y poniendo a su disposición sus
técnicas para, pretendidamente, optimizar la tributación y el gasto.
Todo empieza con un libro
poco leído y pero muy mencionado: The
Economics of Welfare, de A. C. Pigou, publicado en 1920. Allí, ampliando el
concepto de economías externas desarrollado por Marshall, Pigou descubre lo
después se llamarán las fallas del mercado que deben ser compensadas por la
acción correctora del estado. El argumento es extremadamente simple: los
mercados reales distan mucho del modelo de competencia perfecta de la teoría
clásica. Existen efectos externos – costos o beneficios sociales – que no
pueden ser tenidos en cuenta por los agentes privados. El ejemplo típico de los
primeros es la contaminación. Existen los llamados “bienes públicos” que no
pueden ser vendidos individualmente en el mercado y que son consumidos
colectivamente. Están también los llamados monopolios naturales, es decir,
aquellas actividades en la que el costo de producción de un productor único es
inferior al de cualquier número plural, y la llamada competencia monopolística
tematizada por Robinson y Chamberlain. Todo ello hace que los mercados reales
funcionen de forma imperfecta y que sea necesaria la acción correctora del
gobierno. Con Keynes se “descubrirá” que las crisis económicas son el resultado
de la insuficiencia de la demanda efectiva la cual puede también ser suplida el
gasto del gobierno.
Después de la segunda
guerra la economía del bienestar, la política macroeconómica y las finanzas
públicas serán los campos privilegiados de la investigación económica. Todos
los grandes economistas contribuirán al desarrollo de esa agenda. Samuelson
aportará su teoría de los bienes públicos puros; Klein, la modelación
econométrica; Musgrave, la teoría y la práctica de la hacienda pública;
Tinbergen y Hansen, la teoría de la política pública óptima con sus
distinciones entre fines y medios y un largo etcétera. En todos esos casos, el
modelo de estado implícito es del déspota benevolente que sólo precisa del buen
consejo de los economistas ilustrados para actuar en bien de toda la sociedad.
Lo que es importante
destacar es cambio en la actitud intelectual de la profesión frente al mercado
y al gobierno. Los economistas clásicos, desde Smith, se esforzaron por
demostrar que sin la intervención del gobierno, más allá de sus funciones
mínimas, el proceso de mercado conduciría a la mejor asignación de los recursos
y al crecimiento económico. El gobierno era visto, en el mejor de los casos,
como un mal inevitable a cuya intervención debía imponérsele límites. Desde
finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX la relación se invierte. El
mercado empieza a ser visto como un mecanismo pletórico de fallas que deben ser
corregidas por la acción de los gobiernos lúcidos y benevolentes. Si hay
monopolios, el gobierno aparece con la política anti-trust y la regulación; si hay
pobreza y desigualdad, que venga el gobierno con los subsidios y la tributación
progresiva; si hay necesidad de bienes públicos, que el gobierno los produzca;
si los precios suben o si bajan demasiado, que el gobierno los controle; si la
tasa de interés parece excesiva, que el gobierno gestione la moneda y el
crédito; etc.
El mercado se convierte en
la fuente de todos los males y el gobierno en la fuente de todos los remedios. No
cabe la menor duda de que el crecimiento de la intervención del gobierno ha
estado asociado al crecimiento de la influencia y el prestigio de la profesión
de los economistas. El mercado es una especie de enfermo y el economista es el
especialista que diagnostica las patologías económicas que lo aquejan y propone
los remedios que inevitablemente conducen a alguna dosis de intervención del
gobierno. El economista se convierte en
consejero del político.
VI
El estado no es una
elaboración divina dotada de omnisciencia y bondad. El estado o, mejor, los
gobiernos, son organizaciones humanas donde las decisiones se toman por seres
humanos no mejores ni peores que los demás. Los economistas parecen razonar en
dos mundos: en el ámbito de las decisiones privadas los individuos son guiados
por su propio interés; en el ámbito de las decisiones públicas, son guiados por
el interés general, por la búsqueda del bien público. Esto es por supuesto una
ficción pero por sorprendente que parezca sobre esa ficción descansa la
confianza ilimitada de los economistas del siglo XX en el Leviatán. El punto de
partida de la escuela de la elección pública es la crítica de esta incoherencia
teórica en la actitud de la economía frente al gobierno. Escribe Buchanan:
“Es
de esta ficción de la que hay que huir. No para cuestionar el principio de
intervención del estado, sino para que nuestros contemporáneos tomen conciencia
de que si el mercado es un mecanismo de asignación de recursos bastante
imperfecto, el estado tampoco se encuentra exento de imperfecciones. Lo que
queremos es aplicar al estado y a todos los engranajes de la economía pública
exactamente todas las técnicas que se han utilizado (…) para señalar los
defectos y deficiencias de la economía de mercado (…) queremos estar seguros de
que las imperfecciones de los mecanismo estatales no serán superiores a las imperfecciones
que se quiere remediar”[24]
En consideraciones de esta
misma índole se sustenta el análisis económico de la política inaugurado por
Downs con su teoría económica de la democracia; la teoría de la burocracia de
Niskanen o la teoría del ciclo económico político de Nordhaus. Estos y otros
desarrollos reavivaron un poco la desconfianza de la profesión frente al
Leviatán y dieron fundamento a los procesos de reforma tendientes a limitar el
tamaño del gobierno adelantados en algunos países en los años 70 y 80.
Sin embargo, el proceso
político ordinario, lo que Buchanan denomina los acuerdos
post-constitucionales, parece tender más a la ampliación de las fronteras del
Leviatán que a imponerle limitaciones. De ahí surgiría la necesidad de
imponerle esas limitaciones en los acuerdos constitucionales mismos, cuestión
que Brennan y Buchanan examinarán de forma sistemática en su obra El poder fiscal. Sin embargo la
referencia al contrato constitucional tiene implicaciones más profundas.
VII
La discusión teórica sobre
los fundamentos de la acción del gobierno había quedado en el estado en que la
dejaron los filósofos y economistas de los siglos XVIII y XIX. La mayor parte
de los desarrollos de los economistas del siglo XX están referidos, como ya se
indicó, a cuestiones de índole práctica sobre los mecanismos de intervención de
los gobiernos en la economía sin entrar a discutir las bases filosóficas y
morales de esa intervención.
A principios de los años
setenta se publican tres obras que vuelven sobre los pasos de los filósofos que
en los siglos XVII y XVIII formularon la teoría contractualista del estado. Dos
de ellas son obras de filósofos, la otra de un economista. Se trata de la Teoría de la Justicia de Rawls, Anarquía, estado y utopía de Nozick y Los límites de la libertad: entre la
anarquía y el Leviatán de Buchanan. En 1982 se publica una cuarta obra
también fundamental para el tema que nos ocupa, La ética de la libertad, de Rothbard.
Estas obras tienen en
común el hecho de retomar, a la usanza de los filósofos y economistas de la Ilustración,
la ficción del estado de naturaleza, es decir, la situación pre-estatal a
partir de la cual emergería el estado gracias al consentimiento de los
individuos. Para los filósofos del siglo XVIII esta ficción servía para
oponerse a la teoría medieval del origen divino de las monarquías absolutistas[25].
En los autores contemporáneos, que por
ello han sido denominados neocontractualistas, esa ficción cumple un papel
análogo. En la situación pre-estatal los hombres son libres por naturaleza,
propietarios de su propia persona, del producto de su trabajo y de todo aquello
que obtienen de la naturaleza mediante su trabajo. Esos individuos tienen
derechos naturales a los que renuncian parcialmente cuando emerge la sociedad
política. Se trata de establecer el estado hipotético que surgiría a partir del
estado de naturaleza y de confrontarlo con los estados reales. Se supone que
hay un mínimo de libertad y derechos naturales que los individuos buscan
preservar. El estado legítimo es aquel los preserva. Todo estado que no
garantice ese mínimo de libertad y derechos naturales es ilegítimo. Al respecto
escribe Nozick:
“Una
teoría de un estado de naturaleza que comenzara con descripciones de las
acciones moralmente permisibles y no permisibles y de las razones firmemente
establecidas de por qué algunas personas, en cierta sociedad, podrían violar
estos requerimientos morales, y prosiguiera con la descripción de cómo un
estado surgiría de este estado de naturaleza, serviría a nuestros propósitos
explicativos, aún sin ningún estado real hubiera jamás surgido de esa manera”[26]
Las soluciones aportadas
por estos autores - es decir, el tipo de estado que surge del estado de
naturaleza - presentan diferencias sustanciales. Rawls, que busca conciliar la
justicia distributiva con la libertad, deriva un estado claramente
intervencionista que tiene la tarea de “…conservar
una justicia aproximada de las porciones distributivas mediante la tributación
y los reajustes necesarios a los derechos de propiedad”[27].
Para Nozick, cuya obra se desarrolla en
abierta polémica con la de Rawls, de la anarquía original no puede surgir más
que un estado mínimo, “…el más extenso
que se puede justificar. Cualquier estado más extenso (para lograr la justicia
distributiva) viola los derechos de las personas”[28].
También para Buchanan el estado surge naturalmente pues “el conflicto personal sería omnipresente en
la anarquía” razón por la cual “el
individualista extremo se ve forzado a admitir la necesidad de algún agente que
haga cumplir las normas, de algún medio institucionalizado para resolver las
disputas interpersonales”[29].
Sin embargo, parece que para Buchanan la cuestión de los límites de estado
no es un a priori filosófico sino un asunto de la razón práctica. Escribe: “No trato de identificar ni los límites de
la libertad ni el conjunto de principios que podrían utilizarse para definir
tales límites”. [30]
Finalmente, Rothbard, rechaza de plano la idea de que el estado tenga que
surgir necesariamente de la situación de anarquía. Para él esa idea es
resultado de una enorme confusión: hecho de que el estado desempeñe “varias importantes e incluso necesarias funciones
(…) no demuestra en modo alguno que sólo el estado pueda cumplir esas tareas ni
que las lleve a cabo de un modo aceptable”[31].
VIII
El siglo XX fue un adorador
del Leviatán. El XXI comienza con la misma obediencia. Paradójicamente el
crecimiento económico logrado por la extensión de la economía de mercado ha
llevado a un crecimiento semejante del estado fundamentado en el supuesto de
que ese mercado falla persistentemente razón por la cual es necesario que los
gobiernos intervengan para corregir sus imperfecciones. Progresivamente, a
partir de lo que los filósofos y economistas de la Ilustración establecieron
como sus funciones básicas, los gobiernos han extendido sus funciones en un
proceso que no parece tener límites y que cuenta con el respaldo de la mayoría
de la gente y de la mayoría de los economistas. Paradójicamente, en todos los
países del mundo se denuncia persistentemente la corrupción, la ineficiencia,
el clientelismo y la injusta repartición del gasto público pero al mismo tiempo
la gente vota mayoritariamente por quienes les ofrecen más gobierno.
La demanda de más estado
frente a cualquier problema de la vida social es una especie de reflejo
condicionado. También es un reflejo condicionado la actitud de atribuir la
responsabilidad de todos los fracasos individuales o colectivos al ominoso
mercado. Las obras de Buchanan, Nozick,
Rothbard, Hayek y otros pocos son una reacción vigorosa contra ese estado de
cosas; pero su impacto en la profesión y en la opinión pública es aún en
extremo limitado. El propósito final de estos autores es la restauración de los
valores del liberalismo clásico que pueden resumirse en una sola frase: la
primacía de la libertad individual. “La
reforma que busco – escribe Buchanan
– está primero que nada en las actitudes, en las formas de pensar la
interacción social, las instituciones políticas, la ley y la libertad”[32].
Un tema fundamental para
los historiadores de las ideas sería establecer el momento y las circunstancias
en que el liberalismo clásico dejó de ser un ideario progresista y se puso a la
defensiva convirtiéndose en la ideología del status quo. Personalmente pienso
que ello tiene que ver en alguna medida con la incapacidad de los economistas
liberales de dar una respuesta adecuada a las interpretaciones socialistas del
impacto sobre la sociedad de la revolución industrial. En la actitud
complaciente y servil de los economistas del siglo XX frente al Leviatán creo
ha jugado la cuestión del beneficio personal y profesional. No hay mucho campo
de acción profesional para el economista que recomiende la no-intervención. Por
la naturaleza de su profesión, el político tiende a la intervención, de poco le
sirve un consejero que recomiende sistemáticamente lo contrario.
La economía política es la
hija predilecta de la filosofía liberal. Desde su nacimiento y en la
actualidad. La filosofía liberal y su hija predilecta nacieron en lucha contra
el absolutismo, contra las concepciones teocráticas del estado y el poder,
contra la intolerancia religiosa, y contra las restricciones medievales y
mercantilistas a la actividad comercial. Esa lucha continúa hoy. Las
concepciones según las cuales la sociedad es una organización que puede
diseñarse racionalmente y gobernarse al antojo de sus diseñadores no han
desaparecido y probablemente no desaparezcan jamás. La economía liberal se
opone radicalmente a esa visión. No me cabe la menor duda de que la comprensión
de ese aspecto militante de la economía es fundamental. Y es ese aspecto
militante el que encuentro y me agrada de la obra de Buchanan.
"Mi tesis principal es que el liberalismo
clásico no puede asegurarse suficiente aceptación pública si sus defensores
vocales se limitan a este segundo grupo de pragmatistas que sólo preguntan
"¿funciona?" La ciencia y el interés personal sin duda prestan fuerza
a cualquier argumento, pero también se necesita un ideal, una visión. La gente
necesita desear algo con vehemencia, algo por lo cual luchar. Si el ideal
liberal está ausente, habrá un vacío que será suplantado por otras ideas. Los
liberales clásicos han fracasado, singularmente, en el entendimiento de esta
dinámica. No es porque no tengamos material con qué trabajar. Los escritos de
Adam Smith y sus colegas crearon, por ejemplo, una visión coherente y
comprensiva de un orden de interacción humana. ¿Qué puede ser más persuasivo
que la descripción que Smith hace de la mano invisible? Estos poderosos
argumentos por la libertad y la primacía del individuo aún tienen el poder de
resonar hoy”[33]
Muchos de los problemas
para cuya solución buscamos como acto reflejo la intervención del gobierno
tienen que ver, como lo señala Buchanan, con el avance tecnológico y el
conocimiento científico que han convertido en escasos recursos anteriormente
libres y que posibilitan la aparición de bienes y servicios de uso colectivo.
La misma ciencia y la tecnología deberían permitirnos avanzar en la definición
de derechos de propiedad que permitan resolver los conflictos sin la
intervención de los gobiernos. Es asombroso, por decir lo menos, que en todos los
países del mundo el tema de la contaminación siga tratándose con los
instrumentos de Pigou como si Coase no hubiera formulado su célebre teorema. La
tarea de los economistas del siglo XXI es liberarse de ese reflejo condicionado
del estado que todo lo resuelva y avanzar en el diseño de reglas e
instituciones que permitan resolver los conflictos de la escasez mediante la
transferencia de derechos y obligaciones en mercados libres. Los filósofos y economistas de la Ilustración
nos legaron la teoría de la libertad, los economistas del siglo XXI deben
trabajar en desarrollar la ingeniería de la libertad porque ese es el único
camino para la domesticación del Leviatán.
Ya en el siglo XVI,
Etienne de la Boëtie, señaló que el sometimiento al gobierno es
fundamentalmente una servidumbre voluntaria. Escribe: “Los hombre nacen bajo el yugo, y después, nutridos y educados en la
servidumbre, sin mirar más allá, se contentan con vivir como han nacido, y no
piensan jamás en tener otro derecho ni otro bien que este que han encontrado, y
consideran como natural la situación de su nacimiento”[34]
Y
termino recordado un texto de Pierre Joseph Proudhon que sintetiza de manera
inigualable lo que significa el sometimiento al Leviatán:
“Ser gobernado
significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado,
inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopesado, censurado e
instruido por hombres que no tienen el derecho, los conocimientos, ni la virtud
necesarios para ello. Ser gobernado significa, con motivo de cada operación,
transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, grabado,
sellado, medido, evaluado, sopesado, apuntado, patentado, autorizado,
licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido.
Es, con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en
rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y
desvalijado, para ser luego, al menor movimiento de resistencia, a la menor
palabra de protesta: reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido,
intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado por el garrote,
encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido,
traicionado y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y
deshonrado. ¡Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa es su moral!”
LGVA,
julio de 2013.
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[1] The Economist. Intelligence Unit. https://www.eiu.com/public/topical_report.aspx?campaignid=DemocracyIndex12.
[2] Fukuyama (1992, 1992). Páginas 86-87.
[3] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 3.
[4] Hobbes, T. (1651, 1990). Página
262.
[5] Libro de Job, capítulo 41,
versículos 1 – 26.
[6] Leo Strauss señala lo siguiente:
“Hobbes atribuye al príncipe o al pueblo soberano el derecho incondicional de
no tener en cuenta ningún límite legal o constitucional”. Strauss (1953, 1986).
Página 174.
[7] Todas estas cuestiones son tratadas
en el capítulo 29 titulado “De las causas que debilitan o tienden a la
desintegración de un estado”. Hobbes, T.
(1651, 1990). Páginas 263 – 274.
[8] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 205.
[9] Hobbes, T. (1651, 1990). Página
272.
[10] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 204.
[11] Locke, J. (1690, 1990). Páginas 181
– 182.
[12] Smith (1776, 1979). Página 721.
[13] Ricardo, D. (1821, 1997). Página
115.
[14] Malthus, T. R. (1820, 1977). Páginas 14 y 15.
[15] Malthus, T. R. (1820, 1977). Página 365.
[16] Mill, J. S. (1848, 1978). Página 754.
[17] Mill, J.S. “Considerations on
Representative Government”. Citado por Brennan y Buchanan (1980, 1987). Página
37.
[18] Brennan, G. y Buchanan, J. (1980,
1987). Página 51.
[19] Tocqueville (1835, 1987). Páginas
299 – 300.
[20] Mill, J. S. Considerations on representative government. Citado en Brennan y
Buchanan (1980, 1987). Página 23.
[21] Brennan, G. y Buchanan, J. (1980,
1987). Página 48.
[22] Niskanen (1971). Bureaucracy and representative goverment.
Citado por Stiglitz (1986, 1997). Página 227.
[23] Balzac (1844, 1985). Página 46.
[24] Lepage, H. (1978, 1979). Páginas
156 – 157.
[25] Esto es totalmente claro en Locke
cuyo primer tratado del gobierno civil es una crítica sistemática de la obra de
Robet Filmer, El patriarca o el poder
natural de los reyes, que pretendía fundamentar el poder de los monarcas
haciéndolos herederos de genealogía de Adán.
[26] Nozick, R. (1974, 1988). Página 20.
[27]
Rawls, J. (1971, 1997). Página
259. De forma un tanto candorosa, Rawls señala que: “El propósito de estos
impuestos y reglamentaciones no es recabar ingresos (ceder recursos al
gobierno) sino corregir, gradual y continuamente, la distribución de riqueza y
prevenir las concentraciones de poder perjudiciales para la equidad de la
libertad política y de la justa igualdad de oportunidades”
[28] Nozick, R. (1974, 1988). Página 159.
[30] Buchanan, J. (1974, 2009). Página
255.
[31] Rothbard, M.N. (1982, 1995). Página
225.
[32] Buchanan, J. (1974, 2009). Página
255.
[33] Buchanan, J.
[34] De la Boëtie, E. (1576, 1986).
Páginas 22 – 23.
Simplemente, genial.
ResponderEliminarGracias, Andrés. Un abrazo, LG.
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