Franklin Brito y el derecho de propiedad
Luis Guillermo Vélez Alvarez
Economista
Economista
Doscientas noventa hectáreas no son mucha tierra. No parece comprensible que Franklin Brito se inmolara por ellas y, menos aún, que el tirano de Venezuela lo dejara morir, aceptando el costo del desprestigio adicional de su régimen totalitario. Pero parece que Chávez calculó bien porque nadie, o casi nadie, ha dicho nada. Ningún gobierno europeo, ni el de Estados Unidos, ha dicho nada. El secretario de la OEA, que lanzó rayos y centellas sobre Honduras cuando su valiente pueblo se deshizo de un indigno aprendiz de tirano, calla cobardemente. También callan todos los gobiernos de América Latina. En Colombia tampoco nadie dice nada. Ninguna de las ONG defensoras oficiosas de la libertad ha dejado oír su voz. Cobardía y pusilanimidad por doquier. Chávez calculó bien, Brito calculó mal.
El error de cálculo de Brito es monumental. Calculó mal la época en la que nació, la época en la que vivió, la época en la que decidió morir por el derecho natural a la propiedad, base de todo derecho. Brito era un hombre de otro tiempo. Contemporáneo espiritual de Locke, quien lo habría admirado por defender con su vida lo que él defendió con su pluma. Como Locke, Brito entendía visceralmente que todo hombre es propietario de su propia persona. Que nadie, sino él, tiene derecho sobre ella. Y dispuso de ella libremente dándonos con su muerte una lección de vida.
En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948, el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad aparece en primer lugar, artículo 3. Hay que avanzar hasta el artículo 17 – pasando por la no discriminación, la condena a la esclavitud, el no sometimiento a tortura, la personalidad jurídica, la igualdad ante la ley, el habeas corpus, el derecho a la defensa, la presunción de inocencia, el derecho a la intimidad, la libertad de circulación, el derecho de asilo, el derecho a la nacionalidad y otros derechos más – para encontrar la afirmación del derecho a la propiedad. Brito se saltó todos los artículos de la Declaración y el farragoso preámbulo y proclamó que para él el más importante de todos los derechos era el derecho a la propiedad privada.
Tal vez eso explique el vergonzoso silencio que rodea su sacrificio. Para qué dejarse morir, dirá mirando para otro lado, José Miguel Vivanco, el insufrible director de la División de las Américas de Human Rights Watch, si a fin de cuentas tenía todos los otros derechos y derechitos. Por qué, dirán las ONG socializantes, obstinarse en defender su propiedad privada si la ampulosa constitución bolivariana le garantizaba otras cinco o más formas de propiedad: pública, social, colectiva, comunitaria, cooperativa, mixta, etc. Si, definitivamente, Brito era un tonto, que no apreciaba los otros derechos más importantes, y un egoísta, que no quería compartir.
Es aquí donde reside la gran confusión de nuestra época: el olvido de que toda propiedad es privada en definitiva, lo único que debe discutirse es la legitimidad de su adquisición. Pero Brito, el último seguidor de Locke, no lo había olvidado. Él sabía bien, como lo debe saber cualquier ser humano que reflexione sobre las consecuencias del axioma básico de la libertad, la propiedad de la propia persona, que todas las “formas” de propiedad no son más que disfraces del expolio. Algo debía saber de Cuba, de China, de Rusia, de Corea de Norte y de todas las satrapías donde nomenclaturas totalitarias han dispuesto a su antojo de la supuesta propiedad colectiva a nombre de la igualdad y la fraternidad.
Brito era un pequeño propietario, un trabajador del campo. Tal vez por ello tenía plena conciencia de que el producto de ese trabajo en su heredad legítimamente adquirida era extensión de su propia persona. Que quienes se apropiaban de su tierra y de sus frutos se estaban apropiando de su propio ser y que por ello la pérdida de su propiedad era la pérdida de todos los demás derechos que sin aquella son pura retórica.
Probablemente Brito no escribía o no le interesaba escribir. No tenía un periódico, ni una revista, ni siquiera un blog. Hablaba poco, se guardaba sus opiniones. Seguramente la libertad de expresión, la libertad de imprenta y otras más eran libertades de las que jamás había hecho uso. No eran un delincuente y cumplía con la ley. Por ello seguramente jamás, salvo un accidente, iba a necesitar de las garantías jurídicas. No le interesaba mucho la política: podía pasarse de los derechos de elegir y ser elegido. No viajaba mucho, ni quería abandonar su país: la libre movilidad o el derecho de asilo, lo tenía sin cuidado. Necesitaba pocas libertades, las suficientes para el tamaño de su propiedad; porque la libertad como la propiedad se distribuye desigualmente, lo único igualitario es la servidumbre.
Allí estaba en su tierra, dedicado a su trabajo y llegaron los delincuentes. Delincuente, enseña Rothbard, es todo aquel que ataca a una persona o la propiedad producida por ella. El que ejerce violencia contra otros individuos o sus propiedades es delincuente aunque recurra a “medios políticos” arropado en los supuestos ideales de justica y solidaridad. Probablemente nunca había leído a Orwell, pero cuando su tierra, su propiedad, fue invadida por un estado delincuente, comprendió inmediatamente que despojado de ella estaba condenado a seguir el camino de Winston Smith y se negó a ello. Se negó seguir el camino que lo conduciría a perder su libertad de conciencia, a perder su dignidad al verse obligado, como lo fuera Smith, a adorar a su verdugo. Se negó a entrar en la pesadilla totalitaria de Orwell y prefirió morir. Y al hacerlo triunfó allí donde fracasó Winston porque siguió siendo un individuo libre y derrotó al Gran Hermano. Paz en su tumba.
Septiembre de 2010.