lunes, 29 de julio de 2013

Los economistas no se mueren jóvenes


Los economistas no mueren jóvenes

 Luis Guillermo Vélez Álvarez
Economista, Docente Universidad EAFIT

 
La de los economistas no es una profesión muy glamurosa. De los abogados se escriben novelas y se hacen películas. También de los médicos. Los sicólogos y los sicoanalistas son protagonistas de emocionantes aventuras. Indiana Jones era antropólogo.  A los trabajos de ingenieros, arquitectos, químicos, físicos, biólogos y demás se les dedican grandes documentales en televisión y cine. A los economistas, nada o casi nada. Hace unos años se hizo una película sobre John Nash quien, como se sabe, era esquizofrénico: con toda seguridad, la película se hizo más porque Nash estaba loco que por ser economista.

Y es que, en efecto, la vida de la mayor parte de los economistas no da para mucho. Adam Smith vivió toda la vida con su mamá, fue profesor de filosofía moral y trabajó en una oficina de aduana. Ricardo, cuando no estaba escribiendo cartas y folletos, especulaba en la bolsa o echaba discursos aburridores en el parlamento. Malthus era cura de parroquia rural. Marx, después de una juventud conspirativa, se pasó la mayor parte de su vida encerrado en la biblioteca del Museo de Londres leyendo y escribiendo como un desventurado. Walras se pasó la vida luchando contra la pobreza en empleos miserables hasta que fue acogido por la Universidad de Lausana; Menger y Marshall fueron todas sus vidas austeros profesores universitarios; Jevons, después de ciertas aventuras en las colonias, terminó su vida en el mundo académico.  Keynes si tuvo una vida colorida: hacía parte de un grupo “super-cool”, el círculo de Bloomsbury, integrado por pintores, poetas, literatos y gente divertida; se casó con una bailarina rusa y tuvo una intensa participación en los acontecimientos políticos de su época. Schumpeter tuvo cierto protagonismo en la vida política de su país, fue un desastroso ministro de hacienda y estuvo casado con una princesa egipcia; luego se pasó la vida escribiendo sus obras monumentales y envidiando la inmensa popularidad de Keynes. Fisher y Veblen tuvieron personalidades más bien pintorescas y en las vidas de ambos hay episodios para una buena comedia.  Pero aparte de esto, la mayor parte de los economistas no han sido más que oscuros profesores universitarios, dedicados a sus clases, a escribir sus obras y a eventuales escarceos amorosos con alguna joven alumna atraída por su genio. Pero esas vidas monótonas tienen, si puede llamársele así, una compensación: los economistas no mueren jóvenes.

Los fisiócratas fueron el primer grupo de intelectuales que se reconocieron a sí mismos como economistas y se auto-designaron con ese nombre. Sus enemigos los llamaban la secta. El líder de todos ellos, el doctor divino, François Quesnay, vivió 85 años, entre 1694 y 1779; Dupont de Nemours vivió 78 y Mirabeau 74. En los siglos XVII y XVIII, debido a la elevada mortalidad infantil,  la esperanza de vida al nacer era menos de 40 años; pero una persona que superaba los 30 podía vivir poco más de 50. Quesnay, Dupont de Nemours y Mirabeau fueron ciertamente longevos; los otros economistas cuyos nombres se asocian usualmente a los fisiócratas tuvieron vidas más cortas: 54 Turgot y Cantillon, 52 Le Trosne y 47 Gournay. La vida promedio de los 7 fisiócratas mencionados alcanzó 63 años.

Los mercantilistas – Mun, Davenant, Colbert, North y Steuart – vivieron en promedio 62 años. Tomas Mun fue el más longevo con 70 y Dudley North el que murió más joven con 50. Locke, Hume y Hobbes, filósofos que hicieron importantes contribuciones al pensamiento económico, vivieron 72, 65 y 91 años, respectivamente. Debe mencionarse dentro de este grupo a William Petty quien vivió 64 años. En promedio los 9 mencionados vivieron 67 años.

Ricardo, con 51 años, fue el menos longevo de los economistas clásicos. Smith vivió 67; Malthus, 68; Say, 65; Mill padre, 63; Mill hijo, 67 y Senior, 74. El coronel Torrens y Bentham vivieron 84 años. Marx y Sismondi, a quienes algunos no incluirán dentro de los clásicos, 65 y 69, respectivamente.  Estos once economistas vivieron 69 años en promedio.

El promedio de vida de los economistas se eleva a 74 años con los primeros neo-clásicos. J. B. Clark con 91 fue el más longevo. Fisher, Menger y Marshall vivieron poco más de 80; Wieser, Wicksell y Walras vivieron 75; Böhm Bawerk 63 y Jevons solamente 47.

Los cinco economistas que usualmente se incluyen dentro de la llamada escuela histórica alemana – List, Roscher, Schmoller, Weber y Sombart – vivieron en promedio 69 años; Schmoller, con 79, fue el más longevo; Weber con 56, el que falleció más joven.  Veblen, Mitchell y Commons, los portaestandartes del institucionalismo norteamericano, vivieron 72, 74 y 84 años respectivamente.

La tabla presenta un resumen de la edad promedio de los economistas de las “escuelas” en las que usualmente se agrupan.
 

Pasando al siglo XX lo primero que se destaca es que Keynes tuvo una vida relativamente breve, 63 años, lo que lo iguala al promedio de los fisiócratas. Sus discípulos tuvieron vidas mucho más largas: Kaldor, 78; Robinson, 80 y Sraffa 83. Schumpeter vivió tantos años como el mercantilista promedio: 67; lo cual contrasta con la longevidad de sus paisanos austríacos, Mises y Hayek, quienes vivieron 92 y 93 años, respectivamente.

El premio nobel le ha sido otorgado a 68 economistas. Los 29 ya fallecidos vivieron 85 años en promedio. Maurice Allais, con 99, es el más longevo entre ellos; el ruso Kantorovich, con 74, el que murió más joven. Nueve vieron más de 90 y sólo 7 no llegaron a los 80. Elinor Ostrom, la única mujer del grupo, murió de 79.
 
 
La edad promedio de los nóbeles que están vivos es de 78 años. El inquieto Krugman con 60 es el menor.  La otra buena noticia es que, con sólo 70, el indignado Stiglitz tiene cuerda para rato. Arrow, Klein y Solow siguen vivos con 92, 93 y 89. Pero el palmarés de la longevidad se lo lleva el gran Ronald Coase, quien continúa escribiendo y a la edad de 103 años es sin duda el Matusalén de todos los economistas que en la historia han sido.

LGVA

Julio de 2013.

domingo, 28 de julio de 2013

James Buchanan y la domesticación del Leviatán


James Buchanan o la domesticación fallida del Leviatán

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Docente Universidad EAFIT

 

I

Uno de los fenómenos más notables del siglo XX es el prodigioso crecimiento del tamaño del gobierno en los países con economías de mercado.  A principios del siglo pasado el gasto público como porcentaje del PIB, la medida habitual del tamaño del gobierno, se situaba alrededor del 10% en la mayoría de los países; hoy supera el 45%, con tendencia a aumentar.
 

El segundo fenómeno notable es la expansión de las formas democráticas de gobierno, entendiendo por ello la existencia de dos o más partidos que se disputan el derecho a gobernar en votaciones periódicas más o menos libres. En 2011, no menos de 115 de los 167 países incluidos en el Índice de Democracia elaborado por la revista The Economist se ajustaban a esa definición[1]. En efecto, The Economist clasifica los países en 4 grupos: democracias plenas, democracias defectuosas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. Los países incluidos en los tres primeros y algunos de los registrados en el último se ajustan a la definición aquí propuesta. En 2011, las democracias plenas habrían sido 25; las defectuosas, 53; y los regímenes híbridos 37. En un libro que le dio notoriedad, Francis Fukuyama presentó una lista de las democracias liberales existentes en el mundo en diversos años entre 1790 y 1990[2]. En la tabla se reúnen las cifras de las fuentes citadas. En 2011 se tendrían 115 ó 78 democracias liberales según que se consideren o no como tales los 37 países caracterizados como regímenes híbridos. En cualquier caso, no cabe duda de que el crecimiento de las formas democráticas de gobierno es el gran fenómeno político de los últimos 200 años.
 


Finalmente, el tercer fenómeno sobre el cual quiero llamar la atención es cambio de la actitud intelectual y emocional de los economistas, los filósofos políticos y la opinión pública en general frente a la expansión de las órbitas de intervención del gobierno, frente al crecimiento del tamaño del estado. La filosofía política liberal y, su hija predilecta, economía política liberal nacieron y se desarrollaron durante los siglos XVIII y XIX en franca lucha contra los gobiernos absolutistas que eran vistos como los peores enemigos de la libertad individual. La Riqueza de la Naciones no es otra cosa que un extenso alegato contra los estados mercantilistas opuestos a la libertad comercial. La burguesía empresarial y la mayor parte el movimiento obrero del siglo XIX se identificaban en su desconfianza frente al estado y querían ponerle límites, la primera, o hacerlo desaparecer por completo, el segundo. En el siglo XX todo esto cambia y- con pocas excepciones- los economistas, los filósofos y científicos políticos, la opinión pública en general y, por supuesto, los políticos y los burócratas, se convierte en adoradores del Estado, aquí con mayúsculas, y claman por su intervención en todas las áreas de la vida económica y social.

Los tres fenómenos mencionados están profundamente vinculados.  En las democracias liberales, el gobierno crece no como resultado de la imposición violenta de su poder a la sociedad como ocurrió en la Rusia soviética o en la China de Mao o como ocurre actualmente en la Corea de la dinastía de los Kim o en la Cuba de los Castro. Durante el siglo XX, en las democracias liberales, el tamaño del estado parece haber crecido en respuesta a las demandas de más gobierno libremente expresadas por los ciudadanos en votaciones y sistemáticamente racionalizadas y justificadas por la mayor parte de los economistas y demás científicos sociales. El gobierno ha crecido porque la gente ha querido que así sea y los economistas han racionalizado ese crecimiento y han desarrollado la tecnología requerida para soportarlo. Esto es lo que hay que explicar y a ello consagra Buchanan lo fundamental de su trabajo.

II

El Leviatán, como todo mundo sabe, es un poderoso monstruo marino, una serpiente gigantesca que aterroriza a los hombres y que sólo se somete ante Dios. Es mencionado varias veces en el Antiguo Testamento y en los libros sagrados del judaísmo. En la introducción de su célebre libro, Hobbes habla de “ese gran Leviatán que llamamos República o Estado”[3]. Al final del capítulo 28 nos informa que ha tomado la comparación del capítulo 41 del libro de Job[4], donde Yahvé habla de Leviatán en los siguientes términos:

“¿Pescarás con anzuelo a Leviatán, sujetarás su lengua con cordeles? (…) Tu esperanza seria ilusoria, pues sólo su vista aterra. No hay audaz capaz de provocarlo, ¿quién puede resistirle frente a frente?, ¿Quién le plantó cara y salió ileso? Nadie bajo los cielos. (…) En su cuello reside la fuerza, ante él danza el espanto. (…) Su corazón es sólido como una roca (…) La espada lo golpea y no se clava, ni dardo, jabalina o lanza (…). Nada se le iguala en la tierra, pues es creatura sin miedo. Mira a la cara a los más altivos, es el rey de los hijos del orgullo”[5]

Hobbes insiste en más en la importancia del poder absoluto del estado que en las limitaciones que la sociedad debe imponerle. De hecho es abiertamente absolutista y está convencido de que cualquier limitación al poder del estado conduce a la anarquía[6]. Hobbes considera como repugnante a la naturaleza del estado la idea de que el poder soberano deba estar sujeto a las leyes civiles; rechaza igualmente la división de poderes y no vacila en recomendar la censura de las obras políticas e históricas de contenido sedicioso[7]. Habiendo escrito en una época en que las ideas mercantilistas - que entonces como hoy son la teoría económica de los gobiernos absolutistas - eran dominantes, propugna sin ambages por el fortalecimiento de las arcas del estado. Escribe: “Los estados no pueden soportar la dieta, ya que no estando limitados sus gastos por sus propios apetitos sino por sus accidentes externos y por los apetitos de sus vecinos, los caudales públicos no reconocen otros límites sino aquellos que requieran las situaciones emergentes”[8]. Pero esto no le impide señalar la existencia de una enfermedad semejante a la pleuresía que aqueja al estado “cuando el tesoro del estado fluye más allá de los debido, se reúne con excesiva abundancia en uno en pocos particulares, mediante monopolios o exacciones correspondientes a las rentas públicas…”[9]. En fin, no es inútil recordar las ideas de Hobbes sobre la propiedad: “la propiedad que un súbdito tiene sobre sus tierras consiste en un derecho a excluir a todos los demás súbditos del uso de las mismas, pero no a excluir a su soberano, ya sea éste una asamblea o un monarca”[10].

La primera edición de la obra fundamental de Locke, Dos tratados sobre el gobierno civil, se publica en 1690, casi 40 años después de la aparición del Leviatán. A diferencia de Hobbes, Locke enuncia claramente los límites al poder del gobierno civil cualquiera se la forma de gobierno.  En el capítulo XI del Segundo Tratado establece las restricciones al poder del Leviatán que serán adoptadas por la filosofía política posterior: “1. Tienen que gobernar de acuerdo con leyes establecidas y promulgadas, que no deberán ser modificadas en caso particulares, y tendrán que ser idénticas para el rico y para el pobre, para el favorito que está en la corte y para el labrador que empuña el arado. 2. Tales leyes no tendrán otra finalidad, en último término, que el bien de pueblo. 3. No se deberán percibir impuestos sobre los bienes del pueblo sin el consentimiento de éste (…) 4. No debe ni puede transferir la facultad de hacer leyes a ninguna otra persona…”[11].

III

La economía política naciente estará profundamente influenciada por la filosofía política. Adam Smith conoce bien la obra de Hobbes, Locke, Hume y la de los filósofos de la ilustración escocesa. De ellos toma la ficción del “estado de naturaleza” que los filósofos habían elaborado para criticar la tradición medieval del origen divino del poder del estado y para fundamentarlo en la voluntad popular. Smith parte, en efecto, del “estado primitivo y rudo que precede a la acumulación del capital y la apropiación de la tierra”. Una sociedad conformada por cazadores, pescadores y artesanos de diversa índole, todos ellos libres, dueños de los instrumentos y de los productos de su trabajo. En Hobbes, en Locke y en los demás filósofos políticos ese “estado de la naturaleza” puede conducir a un “estado de guerra”. Para evitarlo, los hombres acuerdan o pactan la creación de la sociedad política. No es así es Smith. Los pescadores, cazadores y artesanos no se enfrentan los unos con los otros, no caen en el estado de guerra; por el contrario, descubren el trueque, las ventajas de la especialización, inventan la moneda y se relacionan los unos con los otros en un proceso de intercambio cada vez más amplio en el cual obtienen un beneficio cada vez mayor. Y todo esto lo hacen sin un acuerdo previo sobre un objetivo común y sin la intervención de una autoridad divina o civil que los oriente o los restrinja en sus decisiones.  Del estado de la naturaleza emerge la sociedad mercantil; no la sociedad política. El gobierno aparece en el Libro V. En Hobbes, no es inútil recordarlo, lo económico aparece en el capítulo XXIV consagrado al estudio de la nutrición y preparación del estado.  Pareciera que la existencia de la sociedad política es condición de la existencia de la sociedad económica.

En el mencionado Libro V de La Riqueza de las Naciones, Smith establece las funciones básicas del gobierno: la protección de la sociedad de la invasión y violencia de otras sociedades; la protección de cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad; el desarrollo de obras públicas que faciliten el comercio y los gastos en la educación de la juventud. Más allá de estas funciones, nada debe hacer el gobierno. En particular, no debe involucrarse en la producción de bienes y servicios pues “no existen dos caracteres más incompatibles que el del soberano y el comerciante”[12]. Los discípulos de Smith añadirán relativamente poco a esta visión del gobierno limitado.

En su obra fundamental, Principios de Economía Política y Tributación, Ricardo parece dar por sabidas las funciones del gobierno definidas por Smith y se ocupa básicamente del problema de su financiación; es decir, del problema de los impuestos, el cual, como es usual en él, trata desde la perspectiva de sus efectos sobre la acumulación de capital. De forma tajante, señala: “No existe impuesto alguno que no tenga tendencia a disminuir el poder de la acumulación (…) el gran mal de la tributación se encuentra no tanto en la selección de sus objetivos, sino en el monto total de sus efectos de conjunto”[13]. La conclusión es obvia: mientras menos costoso, mejor es el gobierno.

Malthus en este tema, como en casi todos los demás, es ambiguo y matizado: “…los asuntos del gobierno en materias relativas a la economía política han de ser muy sencillos y fáciles (…) es imposible que un gobierno deje que las cosas sigan estrictamente su curso natural (…) una propensión a gobernar demasiado es una indicación de cierta ignorancia y temeridad”[14]. Sobre los impuestos indica que “…no sólo son un mal cuando se establecen por primera vez, sino que se siguen otros al quererse desembarazar de ellos”[15]. Cuánta razón tenía Malthus: desmontar un sistema fiscal ineficiente suele ser extraordinariamente difícil.

Finalmente hay que referirse a John Stuart Mill.  Su idea del surgimiento del estado está lejos de todas las idealizaciones modernas de los gobiernos. Su crudeza anticipa a Rothbard para quien todo gobierno es una organización criminal. Leemos en Mill:

“Cuando las personas y los bienes están hasta cierto punto inseguros, todo lo que posee el débil está a merced del fuerte. Nadie puede conservar lo que ha producido si no es capaz de defenderlo contra aquellos que en lugar de dedicar su tiempo y sus esfuerzos a producir encuentran más sencillo dedicar ambos a quitárselo al que lo ha producido. Por ello, las clases productoras, cuando la inseguridad pasa de cierto límite y no pueden protegerse a sí mismas contra la población rapaz, se ven obligadas a colocarse individualmente bajo la dependencia de algún miembro de la clase rapaz, el cual puede tener interés en defenderlos de toda rapiña excepto la suya propia”[16]

Y de aquí se deriva, como fruta madura, esta otra reflexión:

“El verdadero principio de un gobierno constitucional exige que se presuma que se abusará del poder político para alcanzar los objetivos particulares de quien lo detenta, no porque siempre sea así, sino porque esa es la tendencia natural de las cosas, y en protección contra esto radica la utilidad específica de las instituciones libres”[17]

IV

En su obra el Poder Fiscal, donde el gobierno es concebido como un maximizador de sus ingresos, Brennan y Buchanan sugieren que la ausencia de restricciones fiscales en la constitución de los Estados Unidos se explica por el hecho de que sus redactores no alcanzaron a imaginar un estado con el apetito y la voracidad del Leviatán moderno[18]. Probablemente fue así. Pero, en todo caso, con su lucidez característica, Tocqueville, en 1835, había anticipado, en su obra fundamental La democracia en América, la tendencia al crecimiento del tamaño del gobierno en los países de democráticos:

“Como la mayor parte de los que votan la ley no tienen ninguna propiedad imponible, todo el dinero que se gaste en el interés de la sociedad parece beneficiarlos siempre sin perjudicarlos jamás; y los que tienen poca propiedad encuentran siempre la forma de establecer los impuestos de forma que sólo afecte a los ricos (…) el gasto público será siempre considerable, sea porque los impuestos no pueden alcanzar a los que los votan, sea porque son establecidos donde el que vota el impuesto puede escapar a la obligación de pagarlo” [19]

Mill había señalado que el interés del estado está en una elevada presión fiscal – Leviatán maximizador de ingresos – en tanto que el de la comunidad en pagar tan pocos impuestos como permita la cobertura de los gastos que necesita un buen gobierno[20].  Aquí la clave está en lo que se entiende por los gastos necesarios de un buen gobierno. Mill seguramente estaba pensando en los gastos asociados a lo que él llama las funciones ordinarias del gobierno, es decir, la protección de la vida y propiedades de las personas, la administración de la justicia y la defensa contra la agresión externa. Para la mentalidad actual - imbuida de las nociones de justicia social, estado social de derecho, estado del bienestar y todo lo demás - los gastos necesarios de un buen gobierno no parecen tener límite alguno. Y ello sería así porque, como lo señala Tocqueville, la mayoría de la comunidad no solo no paga los impuestos porque es pobre o no siéndolo logra eludirlos o, como los funcionarios del gobierno, vive de ellos.

La existencia de una clase media independiente sería según Tocqueville la condición necesaria para que el proceso político impusiera límites al tamaño del gobierno y a la presión fiscal concomitante. Sin embargo este no parece haber sido el caso en Europa y los Estados Unidos donde la clase media a lo largo de siglo XX ha soportado sin gran resistencia, salvo durante el breve período de la rebelión fiscal de los años 70 y 80, el crecimiento de la presión fiscal. Probablemente esto se explique por el crecimiento económico mismo en situación de inflación relativamente controlada. Una aritmética simple ayuda a entender este punto. Supongamos una persona que tiene un momento dado un ingreso de 100 y paga 30 en impuestos, le queda un ingreso neto de 70. Si algún tiempo después esa persona tiene un ingreso de 150 y paga un 40% en impuestos, su ingreso neto sería de 90. Si en el período la inflación hubiese sido nula, nuestro personaje habría experimentado de todas formas un crecimiento de un 28% en su ingreso real; lo que probablemente hace tolerable la mayor presión del Leviatán. Si en el período considerado el ingreso nominal del personaje se mantiene, se mantiene igualmente la presión fiscal y la inflación es de 10%; el ingreso real después de impuestos cae a 63% lo cual lleva a que la misma presión fiscal resulte menos tolerable. Esto parece ser lo que sucedió en los años 70 y 80 en los que se dio una combinación de bajo crecimiento y alta inflación – estanflación fue el nombre que se le dio a ese fenómeno – lo que generó la situación política e ideológica favorable a un leve y temporal resurgimiento del liberalismo que tuvo expresión en los gobiernos que – como los Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Ronald Reagan en los Estados Unidos, Roger Douglas en Nueva Zelanda y Virgilio Barco y Cesar Gaviria en Colombia – buscaron reducir el tamaño del estado y modificar la orientación de su accionar hacia las funciones esenciales que justifican su existencia. Paradójicamente, el impulso que al crecimiento económico y el control de la inflación resultantes de la reformas liberales de los años 80, dieron un nuevo aire al Leviatán para que en las dos últimas décadas continuara con la expansión de su poder fiscal sin suscitar mayor resistencia de la ciudadanía.

Hayek, como recordarán todos, dedicó su extraordinario panfleto, El camino de la Servidumbre, a los socialistas de todos los partidos. Con ello quería significar que los políticos de todas las tendencias tienden a ser estatistas. Todo gobierno, incluso el más pequeño, es un mecanismo de distribución de rentas: no hay impuesto neutral. El mercado genera por su propia naturaleza resultados desiguales. El mercado es una competencia en la que, como ocurre en toda competencia, sólo unos pocos resultan ganadores. La ideología dominante en la actualidad concibe el estado como el gran corrector de esos resultados, la entelequia encargada de reestablecer la igualdad. Para cualquier político resulta suicida, salvo en coyunturas excepcionales, defender el mercado frente a la intromisión del gobierno. Pero el político de cualquier partido al hacerse estatista no sólo está respondiendo a la expectativa de la mayor parte de los votantes sino a su propio interés de riqueza, poder y honores.     “Los políticos de cualquier ideología – escribes Brennan y Buchanan - tienen intereses en común, y la posibilidad que tienen de explotarlos a expensas del electorado es muy considerable”[21] .

Finalmente están los funcionarios públicos, la burocracia que vive de los impuestos y que diseña los programas y políticas públicas para su distribución. Ya Niskanen demostró que aún si no está buscando la satisfacción de su propio interés, o cree no estar haciéndolo, el burócrata busca de forma persistente ampliar el tamaño y la influencia de las entidades del gobierno. A los burócratas, dice Niskanen, les interesa su sueldo, las prerrogativas de su cargo, la reputación ante la opinión pública, el poder, el padrinazgo y la edad y todo eso está relacionado con el tamaño del organismo al que pertenece[22]. La burocracia: poder gigantesco puesto en movimiento por enanos, así la definió Balzac en su pequeña novela Los empleados. Y, anticipándose más de un siglo y medio a Niskanen, escribió: “Ocupado solamente en mantener su empleo, percibir su salario y llegar a la jubilación, el empleado cree que todo le está permitido para alcanzar ese gran resultado”[23]

V

Parece fácil de comprender que la gran masa de la población, los políticos y los burócratas busquen acrecentar el tamaño del gobierno. Resulta menos comprensible que en el siglo XX la profesión de los economistas, con pocas excepciones, se haya rendido ante el Leviatán, racionalizando su desmesura y poniendo a su disposición sus técnicas para, pretendidamente, optimizar la tributación y el gasto.

Todo empieza con un libro poco leído y pero muy mencionado: The Economics of Welfare, de A. C. Pigou, publicado en 1920. Allí, ampliando el concepto de economías externas desarrollado por Marshall, Pigou descubre lo después se llamarán las fallas del mercado que deben ser compensadas por la acción correctora del estado. El argumento es extremadamente simple: los mercados reales distan mucho del modelo de competencia perfecta de la teoría clásica. Existen efectos externos – costos o beneficios sociales – que no pueden ser tenidos en cuenta por los agentes privados. El ejemplo típico de los primeros es la contaminación. Existen los llamados “bienes públicos” que no pueden ser vendidos individualmente en el mercado y que son consumidos colectivamente. Están también los llamados monopolios naturales, es decir, aquellas actividades en la que el costo de producción de un productor único es inferior al de cualquier número plural, y la llamada competencia monopolística tematizada por Robinson y Chamberlain. Todo ello hace que los mercados reales funcionen de forma imperfecta y que sea necesaria la acción correctora del gobierno. Con Keynes se “descubrirá” que las crisis económicas son el resultado de la insuficiencia de la demanda efectiva la cual puede también ser suplida el gasto del gobierno.

Después de la segunda guerra la economía del bienestar, la política macroeconómica y las finanzas públicas serán los campos privilegiados de la investigación económica. Todos los grandes economistas contribuirán al desarrollo de esa agenda. Samuelson aportará su teoría de los bienes públicos puros; Klein, la modelación econométrica; Musgrave, la teoría y la práctica de la hacienda pública; Tinbergen y Hansen, la teoría de la política pública óptima con sus distinciones entre fines y medios y un largo etcétera. En todos esos casos, el modelo de estado implícito es del déspota benevolente que sólo precisa del buen consejo de los economistas ilustrados para actuar en bien de toda la sociedad.

Lo que es importante destacar es cambio en la actitud intelectual de la profesión frente al mercado y al gobierno. Los economistas clásicos, desde Smith, se esforzaron por demostrar que sin la intervención del gobierno, más allá de sus funciones mínimas, el proceso de mercado conduciría a la mejor asignación de los recursos y al crecimiento económico. El gobierno era visto, en el mejor de los casos, como un mal inevitable a cuya intervención debía imponérsele límites. Desde finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX la relación se invierte. El mercado empieza a ser visto como un mecanismo pletórico de fallas que deben ser corregidas por la acción de los gobiernos lúcidos y benevolentes. Si hay monopolios, el gobierno aparece con la política anti-trust y la regulación; si hay pobreza y desigualdad, que venga el gobierno con los subsidios y la tributación progresiva; si hay necesidad de bienes públicos, que el gobierno los produzca; si los precios suben o si bajan demasiado, que el gobierno los controle; si la tasa de interés parece excesiva, que el gobierno gestione la moneda y el crédito; etc. 

El mercado se convierte en la fuente de todos los males y el gobierno en la fuente de todos los remedios. No cabe la menor duda de que el crecimiento de la intervención del gobierno ha estado asociado al crecimiento de la influencia y el prestigio de la profesión de los economistas. El mercado es una especie de enfermo y el economista es el especialista que diagnostica las patologías económicas que lo aquejan y propone los remedios que inevitablemente conducen a alguna dosis de intervención del gobierno.  El economista se convierte en consejero del político.

VI

El estado no es una elaboración divina dotada de omnisciencia y bondad. El estado o, mejor, los gobiernos, son organizaciones humanas donde las decisiones se toman por seres humanos no mejores ni peores que los demás. Los economistas parecen razonar en dos mundos: en el ámbito de las decisiones privadas los individuos son guiados por su propio interés; en el ámbito de las decisiones públicas, son guiados por el interés general, por la búsqueda del bien público. Esto es por supuesto una ficción pero por sorprendente que parezca sobre esa ficción descansa la confianza ilimitada de los economistas del siglo XX en el Leviatán. El punto de partida de la escuela de la elección pública es la crítica de esta incoherencia teórica en la actitud de la economía frente al gobierno. Escribe Buchanan:

“Es de esta ficción de la que hay que huir. No para cuestionar el principio de intervención del estado, sino para que nuestros contemporáneos tomen conciencia de que si el mercado es un mecanismo de asignación de recursos bastante imperfecto, el estado tampoco se encuentra exento de imperfecciones. Lo que queremos es aplicar al estado y a todos los engranajes de la economía pública exactamente todas las técnicas que se han utilizado (…) para señalar los defectos y deficiencias de la economía de mercado (…) queremos estar seguros de que las imperfecciones de los mecanismo estatales no serán superiores a las imperfecciones que se quiere remediar”[24]   

En consideraciones de esta misma índole se sustenta el análisis económico de la política inaugurado por Downs con su teoría económica de la democracia; la teoría de la burocracia de Niskanen o la teoría del ciclo económico político de Nordhaus. Estos y otros desarrollos reavivaron un poco la desconfianza de la profesión frente al Leviatán y dieron fundamento a los procesos de reforma tendientes a limitar el tamaño del gobierno adelantados en algunos países en los años 70 y 80.

Sin embargo, el proceso político ordinario, lo que Buchanan denomina los acuerdos post-constitucionales, parece tender más a la ampliación de las fronteras del Leviatán que a imponerle limitaciones. De ahí surgiría la necesidad de imponerle esas limitaciones en los acuerdos constitucionales mismos, cuestión que Brennan y Buchanan examinarán de forma sistemática en su obra El poder fiscal. Sin embargo la referencia al contrato constitucional tiene implicaciones más profundas.

VII

La discusión teórica sobre los fundamentos de la acción del gobierno había quedado en el estado en que la dejaron los filósofos y economistas de los siglos XVIII y XIX. La mayor parte de los desarrollos de los economistas del siglo XX están referidos, como ya se indicó, a cuestiones de índole práctica sobre los mecanismos de intervención de los gobiernos en la economía sin entrar a discutir las bases filosóficas y morales de esa intervención.

A principios de los años setenta se publican tres obras que vuelven sobre los pasos de los filósofos que en los siglos XVII y XVIII formularon la teoría contractualista del estado. Dos de ellas son obras de filósofos, la otra de un economista. Se trata de la Teoría de la Justicia de Rawls, Anarquía, estado y utopía de Nozick y Los límites de la libertad: entre la anarquía y el Leviatán de Buchanan. En 1982 se publica una cuarta obra también fundamental para el tema que nos ocupa, La ética de la libertad, de Rothbard.

Estas obras tienen en común el hecho de retomar, a la usanza de los filósofos y economistas de la Ilustración, la ficción del estado de naturaleza, es decir, la situación pre-estatal a partir de la cual emergería el estado gracias al consentimiento de los individuos. Para los filósofos del siglo XVIII esta ficción servía para oponerse a la teoría medieval del origen divino de las monarquías absolutistas[25].  En los autores contemporáneos, que por ello han sido denominados neocontractualistas, esa ficción cumple un papel análogo. En la situación pre-estatal los hombres son libres por naturaleza, propietarios de su propia persona, del producto de su trabajo y de todo aquello que obtienen de la naturaleza mediante su trabajo. Esos individuos tienen derechos naturales a los que renuncian parcialmente cuando emerge la sociedad política. Se trata de establecer el estado hipotético que surgiría a partir del estado de naturaleza y de confrontarlo con los estados reales. Se supone que hay un mínimo de libertad y derechos naturales que los individuos buscan preservar. El estado legítimo es aquel los preserva. Todo estado que no garantice ese mínimo de libertad y derechos naturales es ilegítimo. Al respecto escribe Nozick:

“Una teoría de un estado de naturaleza que comenzara con descripciones de las acciones moralmente permisibles y no permisibles y de las razones firmemente establecidas de por qué algunas personas, en cierta sociedad, podrían violar estos requerimientos morales, y prosiguiera con la descripción de cómo un estado surgiría de este estado de naturaleza, serviría a nuestros propósitos explicativos, aún sin ningún estado real hubiera jamás surgido de esa manera”[26]

Las soluciones aportadas por estos autores - es decir, el tipo de estado que surge del estado de naturaleza - presentan diferencias sustanciales. Rawls, que busca conciliar la justicia distributiva con la libertad, deriva un estado claramente intervencionista que tiene la tarea de “…conservar una justicia aproximada de las porciones distributivas mediante la tributación y los reajustes necesarios a los derechos de propiedad”[27].  Para Nozick, cuya obra se desarrolla en abierta polémica con la de Rawls, de la anarquía original no puede surgir más que un estado mínimo, “…el más extenso que se puede justificar. Cualquier estado más extenso (para lograr la justicia distributiva) viola los derechos de las personas”[28]. También para Buchanan el estado surge naturalmente pues “el conflicto personal sería omnipresente en la anarquía” razón por la cual “el individualista extremo se ve forzado a admitir la necesidad de algún agente que haga cumplir las normas, de algún medio institucionalizado para resolver las disputas interpersonales”[29]. Sin embargo, parece que para Buchanan la cuestión de los límites de estado no es un a priori filosófico sino un asunto de la razón práctica. Escribe: “No trato de identificar ni los límites de la libertad ni el conjunto de principios que podrían utilizarse para definir tales límites”. [30] Finalmente, Rothbard, rechaza de plano la idea de que el estado tenga que surgir necesariamente de la situación de anarquía. Para él esa idea es resultado de una enorme confusión: hecho de que el estado desempeñe “varias importantes e incluso necesarias funciones (…) no demuestra en modo alguno que sólo el estado pueda cumplir esas tareas ni que las lleve a cabo de un modo aceptable”[31].

VIII

El siglo XX fue un adorador del Leviatán. El XXI comienza con la misma obediencia. Paradójicamente el crecimiento económico logrado por la extensión de la economía de mercado ha llevado a un crecimiento semejante del estado fundamentado en el supuesto de que ese mercado falla persistentemente razón por la cual es necesario que los gobiernos intervengan para corregir sus imperfecciones. Progresivamente, a partir de lo que los filósofos y economistas de la Ilustración establecieron como sus funciones básicas, los gobiernos han extendido sus funciones en un proceso que no parece tener límites y que cuenta con el respaldo de la mayoría de la gente y de la mayoría de los economistas. Paradójicamente, en todos los países del mundo se denuncia persistentemente la corrupción, la ineficiencia, el clientelismo y la injusta repartición del gasto público pero al mismo tiempo la gente vota mayoritariamente por quienes les ofrecen más gobierno.  

La demanda de más estado frente a cualquier problema de la vida social es una especie de reflejo condicionado. También es un reflejo condicionado la actitud de atribuir la responsabilidad de todos los fracasos individuales o colectivos al ominoso mercado.  Las obras de Buchanan, Nozick, Rothbard, Hayek y otros pocos son una reacción vigorosa contra ese estado de cosas; pero su impacto en la profesión y en la opinión pública es aún en extremo limitado. El propósito final de estos autores es la restauración de los valores del liberalismo clásico que pueden resumirse en una sola frase: la primacía de la libertad individual. “La reforma que busco – escribe Buchanan – está primero que nada en las actitudes, en las formas de pensar la interacción social, las instituciones políticas, la ley y la libertad”[32].

Un tema fundamental para los historiadores de las ideas sería establecer el momento y las circunstancias en que el liberalismo clásico dejó de ser un ideario progresista y se puso a la defensiva convirtiéndose en la ideología del status quo. Personalmente pienso que ello tiene que ver en alguna medida con la incapacidad de los economistas liberales de dar una respuesta adecuada a las interpretaciones socialistas del impacto sobre la sociedad de la revolución industrial. En la actitud complaciente y servil de los economistas del siglo XX frente al Leviatán creo ha jugado la cuestión del beneficio personal y profesional. No hay mucho campo de acción profesional para el economista que recomiende la no-intervención. Por la naturaleza de su profesión, el político tiende a la intervención, de poco le sirve un consejero que recomiende sistemáticamente lo contrario.

La economía política es la hija predilecta de la filosofía liberal. Desde su nacimiento y en la actualidad. La filosofía liberal y su hija predilecta nacieron en lucha contra el absolutismo, contra las concepciones teocráticas del estado y el poder, contra la intolerancia religiosa, y contra las restricciones medievales y mercantilistas a la actividad comercial. Esa lucha continúa hoy. Las concepciones según las cuales la sociedad es una organización que puede diseñarse racionalmente y gobernarse al antojo de sus diseñadores no han desaparecido y probablemente no desaparezcan jamás. La economía liberal se opone radicalmente a esa visión. No me cabe la menor duda de que la comprensión de ese aspecto militante de la economía es fundamental. Y es ese aspecto militante el que encuentro y me agrada de la obra de Buchanan.

 "Mi tesis principal es que el liberalismo clásico no puede asegurarse suficiente aceptación pública si sus defensores vocales se limitan a este segundo grupo de pragmatistas que sólo preguntan "¿funciona?" La ciencia y el interés personal sin duda prestan fuerza a cualquier argumento, pero también se necesita un ideal, una visión. La gente necesita desear algo con vehemencia, algo por lo cual luchar. Si el ideal liberal está ausente, habrá un vacío que será suplantado por otras ideas. Los liberales clásicos han fracasado, singularmente, en el entendimiento de esta dinámica. No es porque no tengamos material con qué trabajar. Los escritos de Adam Smith y sus colegas crearon, por ejemplo, una visión coherente y comprensiva de un orden de interacción humana. ¿Qué puede ser más persuasivo que la descripción que Smith hace de la mano invisible? Estos poderosos argumentos por la libertad y la primacía del individuo aún tienen el poder de resonar hoy”[33]

Muchos de los problemas para cuya solución buscamos como acto reflejo la intervención del gobierno tienen que ver, como lo señala Buchanan, con el avance tecnológico y el conocimiento científico que han convertido en escasos recursos anteriormente libres y que posibilitan la aparición de bienes y servicios de uso colectivo. La misma ciencia y la tecnología deberían permitirnos avanzar en la definición de derechos de propiedad que permitan resolver los conflictos sin la intervención de los gobiernos. Es asombroso, por decir lo menos, que en todos los países del mundo el tema de la contaminación siga tratándose con los instrumentos de Pigou como si Coase no hubiera formulado su célebre teorema. La tarea de los economistas del siglo XXI es liberarse de ese reflejo condicionado del estado que todo lo resuelva y avanzar en el diseño de reglas e instituciones que permitan resolver los conflictos de la escasez mediante la transferencia de derechos y obligaciones en mercados libres.  Los filósofos y economistas de la Ilustración nos legaron la teoría de la libertad, los economistas del siglo XXI deben trabajar en desarrollar la ingeniería de la libertad porque ese es el único camino para la domesticación del Leviatán.

Ya en el siglo XVI, Etienne de la Boëtie, señaló que el sometimiento al gobierno es fundamentalmente una servidumbre voluntaria. Escribe: “Los hombre nacen bajo el yugo, y después, nutridos y educados en la servidumbre, sin mirar más allá, se contentan con vivir como han nacido, y no piensan jamás en tener otro derecho ni otro bien que este que han encontrado, y consideran como natural la situación de su nacimiento”[34]

Y termino recordado un texto de Pierre Joseph Proudhon que sintetiza de manera inigualable lo que significa el sometimiento al Leviatán:

“Ser gobernado significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopesado, censurado e instruido por hombres que no tienen el derecho, los conocimientos, ni la virtud necesarios para ello. Ser gobernado significa, con motivo de cada operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, grabado, sellado, medido, evaluado, sopesado, apuntado, patentado, autorizado, licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido. Es, con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y desvalijado, para ser luego, al menor movimiento de resistencia, a la menor palabra de protesta: reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido, intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado por el garrote, encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido, traicionado y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y deshonrado. ¡Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa es su moral!”

LGVA, julio de 2013.

 

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[2] Fukuyama (1992, 1992). Páginas 86-87.
 
[3] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 3.
 
[4] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 262.
 
[5] Libro de Job, capítulo 41, versículos 1 – 26.
 
[6] Leo Strauss señala lo siguiente: “Hobbes atribuye al príncipe o al pueblo soberano el derecho incondicional de no tener en cuenta ningún límite legal o constitucional”. Strauss (1953, 1986). Página 174.
 
[7] Todas estas cuestiones son tratadas en el capítulo 29 titulado “De las causas que debilitan o tienden a la desintegración de un estado”.  Hobbes, T. (1651, 1990). Páginas 263 – 274.
 
[8] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 205.
 
[9] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 272.
 
[10] Hobbes, T. (1651, 1990). Página 204.
 
[11] Locke, J. (1690, 1990). Páginas 181 – 182.
[12] Smith (1776, 1979). Página 721.
 
[13] Ricardo, D. (1821, 1997). Página 115.
 
[14] Malthus, T. R.  (1820, 1977). Páginas 14 y 15.
 
[15] Malthus, T. R.  (1820, 1977). Página 365.
 
[16] Mill, J. S. (1848, 1978).  Página 754.
 
[17] Mill, J.S. “Considerations on Representative Government”. Citado por Brennan y Buchanan (1980, 1987). Página 37.
 
[18] Brennan, G. y Buchanan, J. (1980, 1987). Página 51.
[19] Tocqueville (1835, 1987). Páginas 299 – 300.
 
[20] Mill, J. S. Considerations on representative government. Citado en Brennan y Buchanan (1980, 1987). Página 23.
 
[21] Brennan, G. y Buchanan, J. (1980, 1987). Página 48.
 
[22] Niskanen (1971). Bureaucracy and representative goverment. Citado por Stiglitz (1986, 1997). Página 227.
 
[23] Balzac (1844, 1985). Página 46.
 
[24] Lepage, H. (1978, 1979). Páginas 156 – 157.
 
[25] Esto es totalmente claro en Locke cuyo primer tratado del gobierno civil es una crítica sistemática de la obra de Robet Filmer, El patriarca o el poder natural de los reyes, que pretendía fundamentar el poder de los monarcas haciéndolos herederos de genealogía de Adán. 
 
[26] Nozick, R. (1974, 1988). Página 20.
 
[27] Rawls, J. (1971, 1997). Página 259. De forma un tanto candorosa, Rawls señala que: “El propósito de estos impuestos y reglamentaciones no es recabar ingresos (ceder recursos al gobierno) sino corregir, gradual y continuamente, la distribución de riqueza y prevenir las concentraciones de poder perjudiciales para la equidad de la libertad política y de la justa igualdad de oportunidades”
 
[28] Nozick, R. (1974, 1988). Página 159.
 
[29] Buchanan, J. (1974, 2009). Páginas 23 – 24.
 
[30] Buchanan, J. (1974, 2009). Página 255.
 
[31] Rothbard, M.N. (1982, 1995). Página 225.
 
[32] Buchanan, J. (1974, 2009). Página 255.
 
[33] Buchanan, J.
[34] De la Boëtie, E. (1576, 1986). Páginas 22 – 23.