El sendero de
Gorbachov
(Para Juan
Felipe)
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista
El pasado 30 de agosto se cumplieron, sin que nadie
lo notara, dos años de la muerte, tampoco muy notada, de Mijaíl Gorbachov; ocurrida
en el Hospital Clínico Central de Moscú, a sus 91 años. Si la historia de las
últimas cuatro décadas hubiese transcurrido por otro de los múltiples senderos
posibles en el momento de su ascensión al poder, el 11 de marzo de 1985, no es improbable
que hubiera fallecido dirigiendo los destinos de la URSS, después de haber
enfrentado episodio tras episodio de la guerra fría, en lugar de pasear por el
mundo narrando sus experiencias en conferencias de menguante interés, después de
su caída, al disolverse la Unión Soviética el 25 de diciembre de 1991.
A fin de cuentas, todos sus antecesores, con la
excepción de Kruschev, murieron ejerciendo el poder y tres de ellos – Stalin,
Kruschev y Breznev – se mantuvieron en él durante largos períodos: casi 30 años
Stalin; 11, Kruschev y 18, Breznev. Sus dos antecesores inmediatos, Andropov y
Chernenko, sólo estuvieron en funciones durante unos cuantos meses pues llegaron
a la cumbre ya viejos y enfermos.
Los acontecimientos extraordinarios que se
desencadenaron como consecuencia del desmadre de la perestroica y el gladnost
no eran inevitables, al menos en sus etapas iniciales. El derrumbe de las
democracias populares, la caída del Muro de Berlín, la unificación alemana, la
disolución de la URSS y el retiro de la bandera roja de la hoz y el martillo de
las torres del Kremlin no estaban fatalmente escritos en un acontecer histórico
determinado por fuerzas económicas o sociales inexorables.
Ciertamente existían evidencias del estancamiento
económico y tecnológico de la Unión Soviética y sus aliados. En Polonia,
Solidaridad había puesto contra las cuerdas al gobierno comunista sin que los soviéticos se decidieran a intervenir en defensa de sus camaradas en apuros, como lo habían hecho
en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968). Pero está
lejos de ser obvio que eso fuera suficiente para desencadenar el proceso que
condujo a los acontecimientos mencionados, que tomaron por sorpresa a los
intelectuales y los políticos del mundo entero.
Por supuesto, no era eso lo que deseaba la
burocracia comunista cuando llevó a Gorbachov a la cima del partido y el
estado. Al igual que en los años 50, cuando encomendó a Kruschev hacer el
ajuste de cuentas con la siniestra época de Stalin, la nomenclatura soviética era
conciente de que se necesitaban reformas para garantizar su continuidad, no su
destrucción. Gorbachov era uno de los suyos, un comunista convencido, y sus
camaradas esperaban, seguramente tanto como él, que hiciera todos los cambios
necesarios para que todo siguiera igual.
Muy tardíamente la nomenclatura comprendió que los
acontecimientos se salían de cauce y que lo que estaba haciendo el camarada
secretario no era lo que se esperaba de él. El partido trató, como lo había
hecho en el 64 con Kruschev, de oponerse, con el fallido golpe de estado de
1991, a un ímpetu reformista que ya no podía controlar. Era tal la debilidad –
la sorprendente debilidad – del Partido Comunista que la intervención alicorada
de un patético personaje como Yeltsin bastó para conjurar la intentona.
Ha pasado muy poco tiempo desde que ocurrieron los
acontecimientos mencionados. Un juicio histórico, incluso provisional, no es
aún posible. Aun rechazando de plano todo determinismo histórico, no es
evidente que pueda negarse, más allá de cualquier duda, que Gorbachov es uno de
esos personajes sin los cuales la historia habría sido distinta. Mark Almond,
en un ejercicio de historia virtual – “1989 sin Gorbachov. ¿Y si el comunismo
no se hubiera derrumbado”- explora con agudeza esa hipótesis y sugiere, esto es
lo que aquí interesa, que Gorbachov jugó, como nomenclaturista, un juego
peligroso y lo perdió:
“Para hacerle justicia a Gorbachov, gran parte de
los errores de cálculo cometidos se debieron a lo limitado de su contacto con
la realidad. Alejado de la realidad soviética a causa del protocolo y el trato
privilegiado que rodeaban al sumo sacerdote de la nomenclatura, sus relaciones
con los dirigentes occidentales malamente podían haber alentado la duda.
Adulado y celebrado por todos ellos, Gorbachov se creyó su propia propaganda,
un error que sus predecesores (tantas veces calificados de campesinos seniles
ascendidos a la cumbre) jamás cometieron. Después de que muchas generaciones de
plúmbeos apparatchiks hubieran llevado con mano firme a la Unión Soviética
hasta la categoría se superpotencia, fue Gorbachov, con la mirada iluminada,
quien se hizo con el timón y puso directamente el rumbo contra las rocas” (N. Ferguson. Historia Virtual. Taurus, Madrid 1998,
página 364)
En un libro publicado en 1981, cuatro años antes
del ascenso de Gorbachov al poder, Jacques Lesourne había profetizado, con
precisión asombrosa, el accidente histórico que llevó al derrumbe del
comunismo. Esta es la traducción del texto fundamental:
“La impresionante colección de septuagenarios que
reina en la Unión Soviética está próxima a su fin. Dentro de un mes, dentro de
un año…y durante varios años sin duda se va abrir un nuevo período transitorio,
un nuevo período de espera en lo económico y lo estratégico, antes de que
emerja otro primus inter pares y se desprenda una nueva política. ¿Qué
resultará de esta confusión? ¿La continuidad o la ruptura? La ruptura no está
excluida. Recordemos a Parkinson y su sátira sobre la elección del presidente
de una corporación, esa sátira donde él narra la desgracia de una tecnocracia
que se esfuerza para asegurar la ascensión a la silla presidencial del
funcionario más conformista, más desprovisto de imaginación, ¡más fiel a los
objetivos tradicionales y que descubre – demasiado tarde – una personalidad
creadora y fuerte que ha ocultado su juego durante decenios! Piénsese en el
anodino Juan XXIII!. El centralismo democrático puede conocer un accidente semejante,
el de una reforma impulsada desde arriba. La historia futura de la URSS y del
mundo cambiaría”. (J. Lesourne. Les
Milles sentiers de l´avenir. Seghers, Paris, 1981. Página 87).
El Parkinson mencionado es Cyril Northcote, historiador naval británico, célebre por la famosa ley que lleva su nombre de acuerdo con la cual “el trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para que se termine”, lo que conduce a la inevitable expansión de la burocracia.
LGVA.
Enero
de 2005.
Agosto
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