martes, 28 de septiembre de 2021

Recuerdos de un liceísta de la generación de 1971

 

Recuerdos de un liceísta de la generación de 1971

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista, Liceísta de 1971

 

Mi cuñada Dora Helena dijo un día que yo era, antes que, nada un Bachiller. Lo dijo cuando era ya un economista, pero bien sabía yo que, viniendo de ella, conocedora del lenguaje como pocas, esa denominación era un gran elogio. Creo que sobre todo en mi vida fui un buen Bachiller: los conocimientos y la formación que me hacen merecedor de ese nombre los adquirí en el Liceo Antioqueño, el liceo de bachillerato de la Universidad de Antioquia. 

Ser estudiante del Liceo en ese entonces era motivo de orgullo. Allí se entraba por mérito, después de pasar un exigente examen de admisión o, como fue mi caso, de entrar eximido de ese examen por ser uno de los mejores estudiantes del quinto grado de las escuelas de Medellín. Allí llegaban, como al Marco Fidel Suarez, los mejores escolares de la Ciudad, de toda condición social. Había muchachos de familias adineradas de El Poblado, Prado o Laureles mezclados con muchachos de Aranjuez, La América, Manrique o Belén. Ahí estábamos todos iguales, habíamos llegado por mérito y por mérito nada más nos diferenciábamos en el Liceo. Allí no se respetaba pinta, ni profesores ni condiscípulos respetábamos pinta.

En primero de bachillerato los grupos se formaban por mérito. En el A, que fue el mío, y el B estaban los eximidos. Del C en adelante se agrupaban de acuerdo con las calificaciones obtenidas en el examen de admisión, para garantizar cierta homogeneidad en los grupos. Esto era sabido por todo mundo y nadie se escandalizaba de eso. Por eso en mi grupo me tocó con muchachos grandotes, pero la diferencia de estatura era resultado de las diferencias en el ritmo de crecimiento de unos grupos de chicos que teníamos la misma edad, entre 12 y 13 años. Entre esos gigantes bondadosos recuerdo a un muchacho Medina y a otro de apellido García.  

El Liceo estaba situado en el Barrio San Germán, al lado del cerro El Volador, por la carretera que partiendo de la Setenta lleva a Robledo, San Cristóbal y a los municipios de Occidente. Eran una instalaciones modernas, grandes, funcionales. Un complejo de seis edificios unidos por amplios corredores de columnas metálicas y planchas de concreto. Alrededor de los edificios había jardines, patios, canchas deportivas, espacios abiertos, espacios amplios, espacios generosos. Había, incluso, une estanque con patos, gansos y pisingos. La planta física misma estaba hacia el oriente del amplio terreno de unas cinco hectáreas, rodeado con cerca de malla. Hacia el lado occidental había un pequeño bosque y jardines muy bien cuidados. Nunca había visto colegio tan hermoso ni lo volvería a ver.

La mayoría de los chicos llegábamos al Liceo en los buses verdiblancos de la Acción Social Universitaria. Los buses nos recogían en el Centro, en Colombia con Carabobo, y ahí volvían a dejarnos a la salida de clases. A ese sitio llegábamos por nuestros propios medios desde todos los barrios de la Ciudad. Yo llegaba muchas veces al Liceo en el carro de mi papá, que me llevaba por las mañanas. A la salida de clase siempre iba al Centro con los demás muchachos.

El bus entraba por la puerta que daba hacia el costado suroriental, había otra al lado opuesto, pero por ahí solo entraban los profesores que tenía carro, que eran más bien pocos. La mayoría de ellos se viajaba con nosotros en los buses de la Acción Social que llegaban a un amplio patio parqueadero donde todos descendíamos. A la derecha estaba la cancha de futbol, bien trazada, con las medidas reglamentarias y sólidas porterías en los extremos norte y sur. La cancha se comunicaba directamente con amplias mangas y las estribaciones del Cerro el Volador.

Al frente del parqueadero había una edificación que iniciaba en una especie de sótano a nivel del parqueadero y terminaba en las instalaciones de la cafetería. En ese edificio quedaban el taller de fotografía, el salón de clases de guitarra, la sede del coro, el depósito de los accesorios de gimnasia, la sede de la banda de guerra y el taller y salón de clases de Don Darío Tobón Calle, profesor de artes en tercero y cuarto de bachillerato. También quedaban los baños donde nos cambiábamos para las clases de educación física y nos bañábamos al terminarlas.

De los parqueados caminábamos a los bloques de salones que eran cuatro: uno de los primeros y otro de los segundos; los terceros y los cuartos compartían bloque, al igual que los quintos y los sextos. Aunque había pequeñas diferencias, cada bloque, albergaba en su primer piso la sala de profesores, la oficina del director y otras instalaciones como laboratorios. En el segundo piso quedaban los salones. En todos los bloques había grandes murales al fresco pintados por el Maestro Jorge Cárdenas, quien hacía parte de la planta profesoral del Liceo. En mi primer año el Maestro Cárdenas estaba trabajando en el mural del bloque de primero. Varias veces, sobre todo en los primeros días, en el recreo, con otros curiosos, me arrimaba a verlo. Era un hombre alto, moreno, serio y de mirada dulce. Mientras trabajaba portaba siempre una boina en la cabeza y bajo su delantal blanco estaba siempre de traje, sin el saco, pero con la corbata. Este hombre pintaba de corbata.

El director de primero era Don Luis María Sanchez, profesor de español y autor de la serie de seis libros de Español y Literatura que se seguían en el Liceo y otros colegios de la Ciudad. Nunca recibí clases con Don Luis María, pero amé muchos sus libros, sobre todo por las selecciones de lecturas.

Mi profesor de español y literatura en primero de bachillerato fue don Luis López. Era un hombre canoso, con el pelo totalmente blanco, cara enrojecida y aire permanentemente malhumorado. En las clases de español de primero y segundo nos hacían aprender poesías, que debíamos declamar en público, y leer fragmentos en voz alta, también en público. Esos ejercicios eran fundamentales para desarrollar la memoria y para aprender a leer.

Uno cree que sabe leer, pero cuando le toca hacerlo en voz alta, frente a cuarenta compañeros que ante el más pequeño error se van a burlar sin piedad, se da cuenta de que es mucho lo que le falta por aprender. Ante la más pequeña vacilación, empezaba el murmullo, que se convertía en risa contenida, con una palabra trastocada, o en sonora carcajada con esos cambios de puntuación que alteran completamente el sentido de la frase. Fue así como un muchacho, cuyo nombre no recuerdo, se chantó el ominoso apodo que lo acompañaría todo el bachillerato y más allá. En el texto de Luis María Sanchez decía: “¿Será Pio quién canta?” Para su desgracia, el muchacho leyó: “Serapio, ¿quién canta?” Y ahí quedó bautizado el hombre por el resto de sus días en el Liceo.

Un día llegaron al salón un par de viajeros a pedir dinero. Hablaron de que eran caminantes deseosos de conocer los países de su nuestra amada América Latina. Y ¿de dónde vienen ahora? preguntó el profesor. Bueno, la verdad es que venimos del Perú, empezó a decir uno de los mochileros. ¡Qué va hombre, deja de ser mentiroso, vos sos de Villahermosa!, gritó un muchacho Bedoya desde el fondo del salón. La colecta fue un fracaso.

Los profesores nos regañaban, pero en raras ocasiones nos sancionaban disciplinariamente, por burlarnos de los compañeros en aprietos en la lectura en voz alta, de los que olvidaban su poesía o de los que respondía mal las preguntas de los examencitos orales a los que frecuentemente nos sometía. Ahora estoy seguro de esa exposición al escarnio público hacia parte de la estrategia pedagógica del Liceo, los profesores nos metían en ese juego para que con la burla y el sarcasmo ayudáramos a educarnos los unos a los otros. En ocasiones el juego se tornaba peligroso.

Esteban Rodríguez Santamaría era un muchacho altísimo, amable, pero un poco lento de entendederas. A pesar de ser grandote era objeto de muchas burlas sin que recurriera a su fuerza física para hacerse respetar, hasta que decidió hacerlo en contra mía. Estábamos ya en segundo, en clase de Biología, que se dictaba en un saloncito especial con urnas llenas de animales disecados, piedras y algunas plantas. Don Guillermo, a quien llamábamos Marranito, estaba tomando la lección y la victima de turno era el pobre Esteban, que por no tener la más remota idea de lo que le preguntaban se puso a llorar. Era una vaina vergonzosa, ridícula, estábamos acostumbrados a las güevonadas de Esteban, pero esto era algo totalmente fuera de lugar. Pero más fuera de lugar fue que Don Guillermo, conmovido por las lágrimas de Esteban, anunciara que lo calificaba con 4, a pesar de que no había respondido nada.



Luego Don Guillermo me tomó la lección a mí. Me preguntó por una planta que yo sabía bien era una rosácea de la familia de las melastomatáceas, pero en lugar de responder lo sabido, dije que no sabía y me puse a simular un llanto ruidoso, que hizo que el grupo estallara a carcajadas y provocó la furia de Don Guillermo quien de inmediatamente me expulsó de clase, me clavó un cero en biología y la rebaja de una nota en disciplina. Lo más asombroso fue la reacción de Esteban. En el recreo me buscó, me cogió como un muñeco, me llevó a un rincón del jardín y me pegó severa paliza. Estando encima de mí, golpeándome a sus anchas, de pronto de detuvo, arrancó a llorar y me dijo: no te burlés de mí Frijolito, ayúdame más bien. La tarde de ese día fue la primera de muchas en las que a la salida del Liceo me iba para la casa de la familia Rodríguez Santamaría, en el Barrio Los Ángeles, abajo del Colegio de María Auxiliadora, a estudiar con Esteban. Fuimos buenos amigos a lo largo de todo el bachillerato.

Un sábado, muchos años después, mi cuñada Dora Helena, que estaba buscando un carro de segunda, anunció que iba a ver el lote de Esteban Rodríguez Santamaría, de quien le habían dicho era un hombre muy honrado. Yo lo conozco, estudiamos juntos en bachillerato, somos muy amigos, es un jayán así de alto. Si querés de acompaño. Esteban me reconoció de inmediato. Qué hubo, Frijolito, ¡qué alegría de verte! ¡Qué te pasó Esteban, te encogiste, güevón, por qué estás tan chiquito!  No recuerdo si Dora compró el carro o no. Esa tarde y otras en las que volví visitarlo en su lote, conversé mucho con Esteban. Reía a carcajadas recordando que había pasado el bachillerato y luego la carrera de Administración de Empresas en EAFIT prácticamente sin saber leer. Frijolito, decía regocijado, la educación de este país es un culo, a mí me graduaron siendo analfabeta, yo no sé sino vender carros. Se había casado con una mujer llamada Pili, también egresada de EAFIT, en ese entonces ejecutiva de CONAVI. Habían tenido dos hijos y Pili adoraba a Esteban. Todo mundo lo quería. Siempre disfruté la amistad de ese hombre bondadoso de corazón sencillo.

Siendo profesor de la Facultad de Economía, con mis colegas del Departamento de Economía, creamos el primer posgrado de la Universidad de Universidad de Antioquia al que llamamos Especialización en Política Económica. Hasta entonces los únicos posgrados de la Universidad eran las especializaciones médicas. La nuestra fue la primera de otras áreas del saber. Después vendrían muchas más, en la de Antioquia y en todas las universidades del País. En las discusiones previas sobre las materias que debían impartirse, su contenido y los textos guías defendí un punto de vista muy sencillo: debemos usar los textos que se usan en las mejores escuelas de economía del mundo. Creía entonces, como creo ahora, que una escuela se define, al igual que las universidades medievales por los libros que se enseñan en ella. Fue así como adoptamos la Macroeconomía de Sargent y la Microeconomía de Varian como textos guía. Esa convicción, que creía formada en durante mis estudios de posgrado en Francia, tenía un origen más profundo: mi experiencia en primero de bachillerato en el Liceo y, en particular, en el Curso de Religión de Don Cesar.

Don Cesar era un hombre delgado, lampiño, de pómulos hundidos y con ligeras marcas de viruela. Su cabello era negro, rebelde, que se paraba como espinas de erizo, cuando estaba bien motilado, o flotaba en cadejos alegres cuando llevaba algún tiempo sin visitar la peluquería. Me parecía un monje vestido de traje y hablaba, con entusiasmo y convicción, como si se estuviera dirigiendo, no a unos bachilleres primerizos, sino a un grupo de novicios a quienes iniciaba en el conocimiento riguroso de la Palabra de Dios.

El texto de esta clase, dijo el primer día, es la Biblia, vamos a leer la Biblia, vamos a aprender interpretarla. Vamos a leer la Nácar-Colunga. Deben comprarla. Se refería a la traducción de los monjes dominicos Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga Cueto. Ese día oí esos nombres por primera vez, para no olvidarlos jamás, y escuché también por primera vez la palabra Hagiógrafo que, como casi nadie sabe, es el nombre que se da a los autores de los textos bíblicos y, por extensión, sus lectores e intérpretes. Don Cesar quería que fuéramos unos pequeños hagiógrafos. Mi papá me compro una biblia Nácar-Colunga que me acompañó muchos años. La leí mucho, bajo la guía de mi Maestro, adquirí muchos conocimientos bíblicos con los que aún hoy descresto a mis amigos. Sigo leyendo y amando la Biblia que, como repetía Don Cesar, no es un libro sino toda una biblioteca.

Lo de Don Cesar ejemplifica el elevado nivel de la enseñanza impartida en el Liceo y el elevado nivel de sus docentes. Era gente que sabía y que desplegaba ese saber antes sus alumnos de forma clara, sistemática, contundente y sin concesiones de ninguna índole, porque era eso lo que había que saber. El que aprendió, aprendió, el que estudió, estudió y el que no estudió, se rajó. Así eran las cosas en el Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia. El Liceo ostentaba la categoría de Facultad y eso nos hacía sentir orgullosos, nos sentíamos universitarios desde primero de bachillerato y desde primero, en la clase de música de Pechicorcho aprendimos el Himno de la U de A, que era también el Himno del Liceo.

Pechicorcho era el apodo de Don Gustavo Sierra, profesor de música de primero y segundo bachillerato; el de tercero y cuarto era Don Alberto Ospina. En primero y segundo aprendíamos himnos y canciones, algo de historia de la música y un poco de escritura musical, para lo cual teníamos un cuaderno de pentagramas. Siempre he lamentado no haber tomado más en serio las clases de lectura en las que la repetición del sonsonete “doooo, dooo, reee, reee”, moviendo la muñeca de la mano derecha para marcar el ritmo, me causaba, como a la mayor parte mis compañeros, mucha hilaridad. Don Gustavo dirigía el Coro del Liceo para el cual audicioné sin fortuna.

Las clases de Don Alberto estaban dedicadas a la historia ilustrada de la música. Será mejor decir, escuchada. Don Alberto tenía un pequeño tocadiscos de plástico, de color rojo y blanco, rojo palidecido y blanco amarillentado por los años. Lo llevaba a las clases con una pila de discos, uno de los cuales nos hacía escuchar cuando hablaba del autor correspondiente. “Ho, ho, ho, hoy, vamos a escucuchar, la Misa del Papa San Marcerlo, de pa…pa…pa…Palestrina”, decía por fín. La gaguera de don Alberto no nos importaba, nos sumíamos en la música, que él interrumpía para hacer, siempre gagueando, alguna observación erudita, musical o histórica.

Don Alberto Ospina era bastante dado a la bebida. Con frecuencia llegaba a las clases en el temblor de la muerte de esos guayabos feroces que tocan cuerpo y alma. En una ocasión, Memo Montoya, cuya amistad frecuento aún hoy, le preguntó con insolente amabilidad: Don Alberto, ¿es verdad que usted toma mucho aguardiente? Qué va hombre, es más el que derramo, fue su increíble respuesta, mientras ponía trabajosamente en el tocadiscos el disco que temblaba en sus manos y empezó a sonar la Sinfonía de los Juguetes, cuya autoría, explicó, se atribuye a Joseph Haydn o a Leopold Mozart, el papá de Wolfgang Amadeus.  Don Alberto argumentaba en favor Haydn. 

Otro gran personaje de primero, recordado por todo liceísta, era don Marco Tulio Castaño, acuarelista envigadeño, que firmaba sus cuadros con el acrónimo de Matuca, que naturalmente era su apodo, apodo este, que por razones que ya no recuerdo fue heredado en diminutivo por Julio Jaime Calderón: Matuquita.

La materia de Matuca se llamaba artes plásticas y nos enseñaba a dibujar y a manejar la plastilina y el yeso. En dibujo la cosa fue más bien pasable, pero con el yeso y la plastilina mis fracasos fueron estruendosos, a pesar de la ayuda de mi mamá y de un muchacho de apellido Peña, que vivía en Belén AltaVista.

Con la plastilina uno hacía, sobre una tabla, una especie arabesco, trabajo que tomaba varias semanas pues solo podíamos trabajar en clase. Inicialmente, se hacía un rectángulo de plastilina, de unos dos centímetros de grosor, que se delimitaba con palillos de paleta. Hecho el rectángulo se procedía a sacar la plastilina excedente para que fuera saliendo la figura deseada, que pulíamos y pulíamos hasta que Matuca conceptuaba que esta lista para el vaciado en yeso.

El yeso lo compramos en un almacén de pinturas que quedaba en la Calle Colombia. Peña me explicó muy bien el proceso y cada cual se fue para su casa a trabajar. La figura en plastilina y sus alrededores en la tabla se engrasaban abundantemente. Con trozos de madera se le ponía una especie de cerco y así quedaba lista para recibir el yeso. El yeso, un polvo blanco fastidioso, se mezclaba con agua hasta obtener una pasta maleable con la que se cubría la figura de plastilina hasta los bordes de madera. Había que hacerlo rápidamente, antes de que el yeso se secara. Una vez secado el yeso, se retiraba la tabla y salía el negativo. Gran alegría sentimos mi mamá y yo cuando vimos el arabesco dentro del bloquecito de yeso. No sabíamos que esa era la parte más fácil y que nos esperaba el desencanto.

El negativo se engrasaba abundantemente y se procedía a echarle encima una capa de la pasta de yeso de la que debía salir el positivo. Cuando secó el yeso procedimos a la separación y nada. Negativo y positivo se habían fundido en un sólido bloque que no se dejaba separar sin destrozarlo. Teníamos bastante yeso lo intentamos una vez más, y otra, y otra, recurriendo incluso a la ayuda de Peña, quien había hecho lo suyo al primer intento y acudió a socorrernos. A las once de la noche, cuando ya se había agotado el yeso, teníamos cinco primorosos bloques blancos. Mijo, llévelos mañana para que el profesor vea que trabajó, que se esforzó, mientras yo lloriqueaba maldiciendo mi malas suerte. Hágale caso a su mamá, Frijolito, reforzaba el solidario Peña.

Le presenté mis cinco bloques a Matuca, esperando su típico: ¡Qué son esos pegotes, hombre, hombre qué son esos pegotes! Sin mediar palabra, Matuca tomó uno de los bloques y dirigiéndose al grupo, mostrando el bloque que tenía en la mano, empezó a decir: miren qué belleza, miren qué hermosura, parece un bloque de Mármol de Carrara, solo falta el cincel de un Miguel Ángel o un Rodin, para que haga salir la divina figura que hay dentro de él. Y en ese momento, con un gesto histriónico que nunca olvidé, soltó desdeñosamente el bloque que cayó al suelo y se partió en pedazos. Hoy la escena me resulta hilarante, pero en ese momento nadie rio, nadie dijo nada; después de anunciarme una calificación de cuatro con cinco, la más alta que obtuve en Artes Plásticas, Matuca llamó a otro muchacho a presentar su trabajo. Así eran las cosas en el Liceo.

No me fue tan bien con Matuca con ocasión del Castillo Medieval. Debíamos hacer en yeso figuras geométricas – cubos, pirámides, cilindros, etc. – y luego armar con ellas una estructura cualquiera. Algunos llegaron con impresionantes puentes colgantes y edificios de varios pisos, uno llegó, con lo que dijo era la Refinería de Ecopetrol. Llegado mi turno, presenté mi Castillo Medieval del que mi mamá y yo estábamos orgullosos. Hombre, pero qué son eso pegotes, qué son esos pegotes hombre, decía Matuca, mientras se sobaba la cara, y empezó a soltar la retahíla humillante que a todos nos encantaba cuando era otro el que la padecía: tonterías, carajadas, estupideces, ñoñerías, pendejadas, estulticias, estolideces, etc. Aunque no lucía bien al lado de las obras de ingeniería de mis compañeros, mi Castillo no era un trabajo malo, Matuca, lo sabía, tanto es así que me calificó con un cuatro. Simplemente ese era el día en que me tocaba a mí la retahíla.

A lo largo del año a uno siempre le tocaban dos o tres cosas con Matuca. Mi tercera fue en clase de dibujo. Había que dibujar un paisaje, un atardecer con un sol poniente. Para cada elemento del paisaje, Matuca había indicado un color. Todos trabajábamos aplicados en nuestros pupitres mientras Matuca se paseaba por el salón. En un momento se paró a mi lado y señalando mi sol, preguntó: ¿cuál es ese color? Anaranjado. ¿Cuál color te dije? Amarillo. Eso te dije hombre, te dije amarillo, hombre que amarillo, que amarillo hombre, te dije amarillo hombre y repetía una y otra vez, que amarillo, hombre, durante un lapso que se me hizo infinito. Las cosas de Matuca no ofendían a nadie, pues no tenían la intención de ofender. Realmente alegraban la vida y nos dejaban recuerdos memorables.  

Tuvimos unos espléndidos profesores de artísticas. En segundo estaba don Darío Espinosa, también pintor y escultor. Nos enseñó talla en madera. Se tallaba con unos punzones llamados de media caña que comprábamos en la papelería Bolívar. Innecesario decir que mamá hizo unas tallas que nos merecieron muy buenas notas. En tercero y cuarto tuvimos a Don Darío Tobón Calle – escultor, arquitecto, pintor al caballete y también muralista. En clase nos ponía a hacer casitas y modelos en balso, mientras él contaba historias de su vida en Europa y de su antepasado, el artista santarroseño, Marcos Tobón Mejía. Había en el salón de clase un pequeño museo donde Don Darío conservaba algunas miniaturas de Tobón Mejía, que mirábamos con lupa, asombrados de ver pintado en un botón hermosos paisajes increíblemente detallados. Decía don Darío que eso se pintaba con una cerda de pincel solo un poco más gruesa que un cabello.

En quinto nos esperaba don Jorge Cárdenas, un pintor clásico, contemporáneo y compañero de Fernando Botero, que llegaba siempre a sus clases vestido de traje oscuro, que portaba con singular elegancia. Don Jorge andaba con un proyector de diapositivas y libros de arte traídos de Europa. Había escrito un pequeño libro de historia del arte que arrancaba con ilustraciones de la Cueva de Altamira y de la Venus de Willendorff y concluía con las Damas de Aviñón de Picasso. En sus clases recorríamos con sus diapositivas los grandes museos de Europa: Louvre, El Prado, Galería de los Uffizi, etc. Don Jorge tenía predilección por la pintura realista holandesa, pero creo que su pintor favorito era Alberto Durero.

Además del gran arte universal, Don Jorge nos hablaba de la obra de los artistas antioqueños y nos invitaba a ver sus obras en el entonces llamado Museo de Zea, situado al lado de la Iglesia de La Veracruz. Fui muchas veces a ese mueso y recorría fascinado sus salas que me parecían maravillosas pues aún no había conocido ninguno de los grandes muesos de Europa. Hoy después de haber visitado muchos muesos y de haber visto muchos cuadros, sigo sintiendo el recuerdo de mis recorridos solitarios, porque no era mucha la gente lo visitaba.

Al frente de la entrada estaba un cuadro de gran formato de Diego Rivera llamado El despertar del indio a la civilización, que durante muchos años fue la posesión más importante del Museo, antes de que lo suplantara el Pedrito, el primer cuadro que Fernando Botero donó a la Ciudad. Otra de las grandes obras era el Cristo del Perdón, de Francisco Antonio Cano, quien tenía una sala completa dedicada a su obra, retratos y paisajes. El gigantesco retrato de Rafael Núñez me causó siempre gran impresión. Había obras otros pintores antioqueños: Eladio Vélez, Francisco Madrid, Humberto Chávez, Pedro Nel Gómez y otros más, cuya obra el maestro Jorge Cárdenas estudió en su libro Evolución de la pintura y la escultura en Antioquia escrito con su esposa Tulia Eugenia Ramirez.

Nos hablaba también Don Jorge de las iglesias y monumentos de Medellín. Por él aprendimos que la iglesia de Jesús Nazareno, que nos parecía muy bonita, era en realidad un esperpento arquitectónico de lo peor y que la iglesia de San Antonio, con su inmensa cúpula era una de las más bellas de la Ciudad. Aprendimos a valorar la sobria elegancia del Hospital San Vicente de Paul y la majestuosidad del Palacio Nacional, hoy convertido en un centro comercial de lo más vulgar. De cada iglesia nos hacía un pequeño recuento de su historia y una descripción de sus estilos arquitectónicos. Con Jorge Cárdenas aprendí a amar las iglesias de mi Ciudad y las de todas partes. Sus enseñanzas me prepararon bien para apreciar las espléndidas catedrales europeas y las modestas capillas pueblerinas. Donde quiera que vaya, pueblo o gran ciudad, visito sus iglesias y sé mirarlas y valorar sus méritos arquitectónicos y artísticos de los que no carece totalmente ninguna de ellas, incluidas las más humildes.

Don Jorge pintó, no sé si por encargo o mero gusto, retratos de algunos de sus alumnos. Hizo uno de Adrían Chamorro, tocando violín, y otro de Arnoldo Ramirez, con un libro en la mano. Los exhibió titulados: El violinista Adrían Chamorro y el escritor Arnoldo Ramirez. Adrían llegó a ser un gran violinista, Arnoldo no publicó nada. La obra más conocida de Don Jorge es el retrato de Porfirio Barba-Jacob que está en el Museo de Antioquia. El Maestro Cárdenas falleció en 2018, un año antes había mostrado su obra en la Biblioteca de EAFIT.

El escultor Alonso Ríos Vanegas, discípulo de Jorge Marín Vieco, fue nuestro profesor de arte en sexto. Estaba todavía muy joven, tendría uno 25 años, y carecía de la cancha y la confianza en sí mismos de los otros grandes artistas que fueron nuestros profesores. Rios hablaba permanentemente de su maestro y de su fascinante de fundición en la que hacía sus obras en la Finca Salsipuedes, situada en la parte alta del Barrio Robledo. Estando ya en la Universidad fui un par de veces a Salsipuedes, con Fernando Alirio López Castaño, quien era amigo de Jorge Marín hijo. Salsipuedes era la bella mansión mágica y fascinante de la canción de Lucho Bermúdez. Jorge hijo quería convertirla en una especie de centro cultural donde vivieran y trabajaran   poetas, músicos y artistas plásticos. La cosa no resultó muy bien y el lugar se fue llenando de hippies que de arte más bien pocón, pero de marihuana y guaro bastantón. Aconsejado por Alirio, que era un amigo sincero, Jorge se fue deshaciendo todos esos vividores que estaban acabando con la casa de sus padres y con su patrimonio. Hoy Salsipuedes en una Casa Museo que vale la pena visitar.

Ya que apareció, hay que seguir con él. Fernando Alirio López Castaño fue uno de mis mejores amigos del Liceo y siguió siéndolo durante muchos años más. Era de la barra de Campoamor, junto con La Pulga, William Ramirez, y Tulito, Julio Hoyos. Conformaban un trio fenomenal: alegres, divertidos, mamagallistas, buenos estudiantes sin mucho esfuerzo y con intereses intelectuales muy amplios, al igual que muchos de mis compañeros.  Fuimos compañeros desde primero a sexto, pero nuestra amistad se profundizó en los últimos tres años durante los cuales compartimos nuestro gusto por la literatura, la filosofía, la historia y la política. Teníamos conversaciones con un grupo del que hacían parte también Luis Fernando Palacio, León Zuleta, Arnoldo Ramirez y otros más. Todos éramos lectores infatigables y desordenados y tratábamos de descrestarnos los unos a los otros presumiendo de nuestros conocimientos, de algún dato novedoso o de un libro que habíamos leído antes que los demás. Nos creíamos intelectuales y competíamos por parecer más intelectuales que los otros.

Fernando Alirio pudo haber sido un gran escritor y en cierta forma lo fue, al menos en el aspecto cuantitativo. Desde el bachillerato escribía profusamente en grandes hojas de papel oficio en las que, con una letra apretada, algo fea pero perfectamente legible, anotaba y anotaba todas las ocurrencias que se le venían a la cabeza. Un día, cuando estábamos en cuarto o quinto, apareció con un gran libro empastado de hojas blancas que le había hecho un impresor amigo. Todos los días andaba con ese libro, anotando, anotando, lo que según decía, sería la historia de nuestra vida en el Liceo. No sé cuál fue el destino de ese libro, pero ¡cómo me gustaría tenerlo entre mis manos en este momento! Alirio tuvo la feliz intuición de que nuestra vida de escolares tenía algo de maravilloso y que sus avatares merecían ser contados, ser recordados.

Algún día, en quinto o sexto de bachillerato, se apareció con veinte o treinta hojas de oficio manuscritas. Era una carta dirigida tal vez a Luis Fernando Palacio. En los meses siguientes todos sus amigos fuimos recibiendo, uno a uno, inmensas pastorales en las que con gracia y ternura nos expresaba sus sentimientos y recordaba minuciosamente los eventos de la amistad con cada uno de nosotros. Podía referirse detalladamente a la forma en que nos miramos algún día en una clase de historia o de literatura en primero o segundo de bachillerato. Recordaba lo que alguien había dicho en algún momento remoto en clase, en el recreo o en un partido de fútbol. Además de Palacio, fuimos destinatarios de esas increíbles cartas suyas William Correa, Arnoldo Ramirez, La Pulga, León Zuleta y diez o doce más. La mía, que conservé durante varios años, se perdió en algún trasteo, tal vez cuando Gloria y yo nos fuimos para Francia.

Estando en la Universidad, donde empezó a estudiar derecho que después cambió por literatura, continuó escribiendo cartas. Esa escritura delirante consumía la mayor parte de su tiempo y de su energía intelectual. Escribió cartas zaherientes contra algunos de sus profesores de derecho que despreciaba, pero sobre todo cartas de amor a las muchas mujeres que amó entre las cuales es estuvo Gloria a quien dirigió por lo menos dos de sus profusas cartas y a quien amó toda su vida. Alirio, que según me parece no fue muy afortunado en cosas de amor - nunca tuvo una verdadera novia, nunca se casó- tenía el curioso hábito de enamorarse de las novias de sus amigos, buscaba hacerse amigo de ellas y les escribía cartas y poemas, más que con el propósito de quitárselas, con el de meterse de alguna forma en esa intimidad, de hacer una especie de “menage a trois” intelectual y afectivo.

En la Universidad conversábamos mucho, Alirio y yo. Muchas veces caminábamos, desde la Universidad hasta el Centro, para ahorrarnos un pasaje o por el simple placer de caminar, pues en la Medellín de entonces era grato caminar. Un día, en la parada de bus del cruce de Carabobo con Barranquilla vimos, los dos al mismo tiempo, un billete de cincuenta pesos tirado en el suelo. De inmediato Alirio se metió en la fila de quienes esperaban el bus y puso su maletín sobre el preciado billete. Cuando los pasajeros tomaron su bus, recogimos nuestro billete y continuamos nuestro camino. Rápidamente tomamos la decisión de gastar nuestros cincuenta pesos en un par de las suculentas bananas Split que vendían en Fuente Azul, la elegante heladería que quedaba en Junín, y costaban 25 pesos cada una. Eso era un dineral, habida cuenta de que el salario mínimo legal vigente en 1972, el año de esa aventura, era $ 660 mensuales. Ese salario mínimo alcanza para 26 bananas en Fuente Azul, el de hoy compra 91 en Crepes & Waffles, el único lugar donde se vende una banana comparable, aunque remotamente, a la de Fuente Azul.

Mi helado favorito es la banana Split, no porque me guste mucho, en realidad no soy muy amante de los helados, sino porque me he pasado la vida buscando una banana que me recuerde el sabor, el olor, la increíble clamosidad y, sobre todo, que dure tanto como la banana de ese día. No sé cuánto rato estuvimos sentados, en esas acogedoras sillas de espaldar elevado, un frente al otro, paladeando, disfrutando lentamente esa delicia que nos había regalado la vida. Ese rato es para mí como algo fuera del tiempo, como un pedazo de eternidad que sigue ahí, durando, con Alirio y yo instalados para siempre en él, con nuestras bananas que nunca se acaban. 

Terminada su licenciatura en literatura, Alirio viajó a la Unión Soviética donde estudió ruso y literatura rusa y continuó escribiendo cartas. Muchos años después lo encontré por azar, caminando por el Centro, cuando se desempeñaba como coordinador de la educación a distancia para Antioquia y Chocó de alguna universidad de Bogotá. Tenía, en el Edificio Vélez Ángel de la Avenida de Greiff, una oficina grandísima en la que, además de los papeles académicos y administrativos de su cargo, alojaba su biblioteca personal y decenas de plantas, pues la jardinería fue también una de sus pasiones. Por eso había sido gran amigo de mi mamá a quien le encantaban sus visitas cuando vivíamos en la casa de San Pablo.

Mirando los estantes de su biblioteca, como siempre hago cada vez que entro en una, vi su colección de los libros de Michel Foucault, cuya obra amaba Alirio y de quien yo me había descantado al descubrir, cuando hacía mi tesis de doctorado, que todo el capítulo de Las palabras y las cosas titulado “Cambiar” era un vulgar plagio de un autor del Siglo XVIII que había tenido la oportunidad de leer en la Biblioteca Santa Genoveva de París. Discutimos mucho de Foucault de cuyo pensamiento me había alejado yo por razones aún más importantes que el vergonzoso plagio. Por supuesto ninguno de nosotros cambió su punto de vista. Alirio estuvo muy feliz cuando en otra visita le regalé el Raymond Russell de Foucault, que faltaba en su colección, y el extraño libro de Russell, Locus Solus, del que Foucault hace un pormenorizado análisis en el libro mencionado. Aunque tuvimos otros breves encuentros ocasionales, esa fue la última vez en que compartí con Alirio como amigo. Después supe por La Pulga de su fallecimiento víctima de un fulminante ataque cardíaco que lo sorprendió en Junín con La Playa, cerca de su lugar de trabajo.

Ya en su vida adulta Alirio abandonó la escritura de las cartas. Ya no hay a quién y ya para qué. En todo caso continuó escribiendo pequeños poemas y comentarios a los poemas de otros poetas tan desconocidos como él que eran sus amigos. La poca literatura que publicó, en modestas ediciones financiadas por una cooperativa financiera de la que uno de sus amigos poetas era gerente, me pareció más bien malita. No así la literatura que vivió, pues ahora lo entiendo, cuando estábamos en el Liceo, Alirio vivía como si estuviera metido en una novela, la novela de su vida y la nuestra, de ahí su obsesión proustiana por contarlo todo, en su libro y en sus interminables cartas, en las que ahora entiendo quería dejar el recuerdo de ese tiempo que estábamos viviendo para evitar que se convirtiera en un tiempo perdido para la memoria. No sé qué haya pasado con el libro empastado, es probable que aún esté en su casa de Campoamor en la que habitó hasta el final de sus días. No es improbable que allí estén también las copias de sus cartas, porque ese orate maravilloso que fue Alirio, tenía la costumbre de escribirlas por duplicado, entregando una al destinatario y conservando otra para su archivo. Quizás en una casa de Campoamor estén los manuscritos de la obra del Marcel Proust colombiano.

La Pulga, William Ramirez, otro de los muchachos de Campoamor que llegaron al Liceo, era un mamagallista incorregible. Estaba riendo todo el tiempo, haciendo bromas que a nadie ofendían y a todos agradaban porque eran bromas tiernas, dulces, amables como era su carácter. Fue el responsable de muchos de los apodos de nuestros compañeros. A Galeano le decía Colocolo, a Julio Hoyos Tulito, y así.  Desde primero a mí me bautizó como Frijolito, mote que me acompañó todo el bachillerato y que como aún me llaman los condiscípulos del Liceo. Frijolito, me decía, vos no fuiste parido sino cagado, salía corriendo, esperando que yo lo persiguiera para darle una paliza. Eso hacía con todos, pero nadie lo perseguía, nadie le pegaba.

Como todos los de Campoamor, jugaba bien al futbol, pero ni jugándolo lo abandonaba su gusto por las payasadas y hacía bromas futbolísticas, como entregarle deliberadamente el balón a un contrario o fingirse el lesionado lanzando alaridos de intenso dolor. En una ocasión llegó hasta la portería del equipo contrario y, cuando tenía el arquero vencido, en lugar de marcar el gol, volvió sobre sus pasos y corrió como loco, sin que nadie lo detuviera porque nadie entendía lo que estaba haciendo, hasta su propio arco y marcó un espléndido autogol. Me equivoqué, me equivoqué, gritaba, mientras sus compañeros, más divertidos que enojados, lo castigaban con suaves coscorrones. 

La pasión de La Pulga era la literatura. Ya en quinto o sexto se metió con Joyce y era capaz de recitar de corrido largos trozos el increíble monólogo de Penélope. Se hizo profesor de literatura en un liceo de bachillerato y escribió algunas cosas, entre ellas la memoria del Campoamor de su niñez, que divulgó parcialmente en pequeños textos y en entrañables entrevistas radiales. Ya siendo adultos lo visité en su casa, la misma de su juventud, en la que habitó toda su vida. Tenía un hermoso hogar conformado por su esposa y dos hermosas hijas que lo aman con devoción. Carolina, la mayor, es economista y trabajó conmigo en ECSIM, el único centro de investigación económica independiente de Medellín, fundado por mi querido amigo Diego Gómez. Hoy Carolina vive en Estados Unidos, donde desarrolla su carrera profesional. La Pulga sigue en Campoamor, en su apacible hogar, continúa enseñada literatura, recordando la vida de su viejo barrio y, quizás, como lo hago yo, nuestra vida en el Liceo.

 Recorrer la galería de mis amigos del Liceo haría este relato interminable. Fueron muchos y muchos son aquellos cuya amistad conservé a lo largo de los años. Las amistades nacidas en la escuela o el bachillerato, cuando se mantienen o renacen en la vida adulta, tienen una característica de la que carecen las que se forman después, en la universidad o en la vida laboral. La mayoría de estas últimas, no todas, suelen ser el resultado, más o menos racional, de una identidad de intereses o de un propósito compartido; cuando esos intereses o propósitos desaparecen, la amistad se debilita y termina por extinguirse. Las viejas amistades escolares que perduran están basadas en una especie de complicidad, que surge a borbotones en los encuentros alegres de condiscípulos en la forma de recuerdos chistosos que la revelan oblicuamente, pero que es mucho más profunda que eso porque es una complicidad pudorosa, porque es la complicidad de la desnudez.

Uno de los grandes choques del liceísta de primero se presentaba en los baños al momento de desvestirse para ponerse la pantaloneta de educación física o de entrar a ducharse y vestirse una vez concluida la clase. Ver a los grandotes de quinto y sexto pasear sus grandes vergas emergiendo de sus pubis peludos causaba una fuerte impresión en niños de once o doce años, que ocultaban con pudor sus escuálidos pipicitos, sus minúsculos testículos y sus pubis vergonzosamente ralos. El temor a la burla era completamente infundado pues los dueños de las grandes vergas comprendían indulgentemente la turbación de los pipichicos porque ellos ya habían pasado por eso. El choque de la iniciación a la desnudez física, aunque impactante, se superaba rápidamente. No así el de la espiritual que se presenta muchos años después cuando el azar nos depara el encuentro con un antiguo condiscípulo y al momento de saludarlo efusivamente, por el apellido o el viejo apodo, descubrimos que estamos desnudos el uno frente al otro y ese descubrimiento nos convierte de inmediato en cómplices.

Es por eso que, sin importar la vida que hayamos vivido después de salir del Liceo, sin importar que haya sido mediocre o exitosa, sin importar los títulos o los honores alcanzados, ante los amigos de infancia y juventud seguimos siendo los frijolitos, los colocolos, los pirris, las pulgas, los serapios que fuimos en la escuela o el liceo. Cuando se está en la primaria o el bachillerato uno no siente que su vida vaya para ninguna parte. Uno está ahí, viviendo simplemente y, sobre todo, siendo, siendo como es o como va siendo o como los otros lo hacen ser. Y es ser como se es, es justamente la desnudez, la desnudez del alma.

Cuando cumplimos veinticinco años de egresados, asistí en el Hotel Dann Carlton, a un encuentro organizado por Colocolo, Luis Aníbal Galeano, exitoso constructor, y Matuquita, Julio Jaime Calderón, brillante ejecutivo. Allí estaban todos mis condicípulos – Moreno Casafuz, Esteban Rodríguez, el Muerto, Memo Aristizabal, Perucho, Memo Montoya, etc. – y algunos profesores de los que recuerdo solo a Roger Goez, profesor de química en quinto. Fue un encuentro alegre que terminó, como a las nueve de la mañana del otro día, en mi casa a donde llegué con diez o doce de ellos a las dos o tres de la madrugada. Me encantó encontrarlos y volví a ver a algunos de ellos en eventos promovidos por ese infatigable cultor de la amistad liceísta en que se convirtió Julio Jaime Calderón. No he dejado nunca de querer a mis amigos liceístas, aunque sé poco de sus vidas actuales. Los quiero como están en mi memoria, completamente desnudos, y soy feliz cuando el azar nos depara algún encuentro casual donde surge de manera natural la evocación de nuestra antigua complicidad. 

El Liceo tenía una maravillosa biblioteca, situada en el primer piso del bloque de tercero-cuarto. El bibliotecario era Jaime Sarrazola, buen conocedor de libros, amable sin melosidad, tremendamente estricto en el cumplimiento de las devoluciones de los libros prestados y exigente en el buen trato que debía darse al material. Los libros de la biblioteca no podían rayarse, ni ser maltratados ni mucho menos mutilarse. Esto último se consideraba casi un delito, que en caso grave se pagaba con la expulsión.

Esto fue lo que estuvo a punto de ocurrirle a un muchacho de apellido Guisao en tercero de bachillerato. En clase de historia la profesora, Doña Socorro Ramirez, había asignado a cada uno de los alumnos un tema de consulta. El día en que había que presentar la tarea, Doña Socorro llamó de primero a Guisao. Este, desde su pupitre, empezó a leer un texto increíblemente bien escrito. William, ¿de dónde sacó esa información? ¿La copió de algún libro de la biblioteca? No, señorita, la tengo aquí en unas hojitas. Muestre a ver. Y William caminó hasta el pupitre de la profesora llevando las hojas arrancadas de un libro de la biblioteca. Doña Socorro ya sabía de la mutilación, Sarrazola le había informado, y por el asunto del libro mutilado sabía también quién era el responsable. Pero quiso montar el espectáculo humillante de Guisao para darnos a los demás una inolvidable lección. Ese día no hubo clase de historia, Doña Socorro habló sin parar durante toda la hora del respeto debido a los libros mientras el infeliz Guisao escuchaba lagrimeante, con la cabeza agachada, parado ahí, al frente de todos, al lado del pupitre de la profesora.

Doña Socorro Ramirez fue una gran educadora, como casi todos mis maestros de entonces que, más que enseñar, educaban y no tenían ningún temor de hacerlo. Había llegado al Liceo con la inmensa reputación de haber sido durante años la rectora del CEFA, por aquel entonces el colegio femenino público más prestigioso de Medellín. El Liceo Antioqueño de las mujeres. Allí estudiaron mis hermanas. Entonces los maestros del sector público ya tenían su régimen especial de jubilación que les permite alcanzar fácilmente dos pensiones. Doña Socorro alcanzó la primera más cerca de los cuarenta que de los cincuenta. Era alta, blanca, lozana, elegante, hermosa de verdad. Los profesores todos le coqueteaban y los ardientes adolescentes que éramos sus alumnos disputábamos por tener el mejor lugar en el aula para apreciar sus largas piernas. A parte de eso, las clases de historia universal de Doña Socorro eran fascinantes, era una delicia oírla hablar del Tratado de Tordesillas. Volví a encontrarla como Rectora del Colegio Colombo Británico donde mis hijos hicieron su primaria y el bachillerato. Su presencia fue un factor determinante en la decisión de matricular a mis hijos en ese colegio.

En primero de bachillerato ocurrió en la Biblioteca un evento inolvidable. El rector de la Universidad era el Doctor Lucrecio Jaramillo Vélez, abogado y latinista, que había sucedido en el cargo a Ignacio Vélez Escobar, el hombre que hizo la Ciudad Universitaria. Don Lucrecio, así le decíamos, tuvo la ocurrencia dictarnos a los chicos del Liceo un seminario sobre La Comedia, llamada divina, como el gustaba decir, de la que había hecho su propia traducción. Al medio día, después del almuerzo, los que queríamos, íbamos a la biblioteca, a escuchar de Don Lucrecio, quien iba narrando e interpretando al mismo tiempo el viaje de Dante a los infiernos. Con una erudición digna del Colegio de Francia, confrontaba su traducción con las de otros autores y no vacilaba en leer trozos en antiguo toscano. A mi don Lucrecio me parecía, con su rostro blanco y su cabeza encanecida, como una especie de romano al que solo le faltaba la corona de laurel para ser igual a Virgilio. 

Si alguien dice haber estudiado en el Liceo Antioqueño a mediados de los años sesenta y no recuerda a Pompilio, está mintiendo. Por los bloques de primero y segundo, principalmente, merodeaba, por eso años, un hombre viejo vestido de traje ajado, con corbata deshilachada y sombrero de fieltro maltratado, unas gafas grandes de montura de pasta negra en las que un pedazo de tela remplazaba una pata perdida, cargando una inmensa caja llena de periódicos, libros y folletos y fumando todo el tiempo un cigarrillo piel roja insertado en un garabato de alambre que hacía las veces de boquilla. Ese era Pompilio.

La leyenda urbana decía que Pompilio era un antiguo profesor del Liceo, extraordinariamente sabio, que, como Alonso Quijano, había enloquecido a causa de sus innumerables lecturas. Sobre todo, en los primeros días de clases, a la salida del recreo, multitud de escolares de primero de bachillerato hacían corro en torno a Pompilio para escuchar su supuesta sabiduría, cuyo prestigio se esforzaba en mantener intercalando uno que otro latinajo en los relatos que con una vocecita ronca y asordinada hacía para deleite de sus asombrados oyentes.

Después, sin dejar de creer en su sabiduría, nos íbamos distanciando de Pompilio, de sus charlas aptas para primíparos no para los grandes de segundo, y lo saludábamos cariñosamente, hola Pompilio, cada vez que el azar nos daba ocasión. No sabíamos entonces que Pompilio se había instalado en el alma de cada uno y que su entrañable recuerdo nos acompañaría para siempre. Casi toda mi vida he tenido maletines o morrales grandes, llenos de libros, periódicos y folletos, como la caja de Pompilio. 

Don Abraham Gonzalez no era, por supuesto, ningún orate, pero tenía, como Pompilio, una inmensa reputación de sabio. Se decía de él que era un gran filólogo y gramático, eximio latinista y un profundo conocedor de la historia colombiana, materia que nos enseñó. Era el más alto y el más viejo de todos los profesores del Liceo y todo mundo lo trataba con especial respeto. Vestía siempre traje azul de rayas, con chaleco y leontina, y elegante sombrero de fieltro que ocultaba su calva y brillante cabeza negra que exhibía en sus clases a las que nunca entraba de sombrero, el cual dejaba en el perchero de la sala de profesores, pues era mala educación portarlo cuando se estaba en recintos cerrados.

El relato de la historia patria por Don Abraham era asombrosamente novelesco y nutrido de increíbles detalles. Como si hubiera estado allí, Don Abraham contaba la conversación entre Vasco Núñez de Balboa y el indio Panquiaco, cuando éste le reveló la existencia de otro mar al sur el istmo de Panamá, el Mar del Sur. También parecía haber estado presente al anochecer del siete de agosto de 1819, cuando el soldado niño Pascasio Martínez rechazó las monedas de oro que le ofrecía José María Barreiro, el comandante español derrotado en la Batalla de Boyacá, por dejarlo escapar. ¡Ni todo el oro del mundo podrá comprar la libertad de una nación! repetía don Abraham con su voz recia y tono teatral las palabras que habría dicho Pascasio al infeliz Barreiro. A Pascasio lo ascendieron a Sargento y le prometieron un premio de trescientos pesos que nunca recibió. Recibió una sola vez la pensión de un peso mensual que el Congreso le asignó en 1880. Pascasio murió en 1885.

Pero el mejor relato de Don Abraham era el de la acción heroica del Negro Piñango en lo alto de las murallas de Cartagena durante el sitio español de 1815. Después de días de intenso bombardeo y de intentos fracasado por alcanzar la muralla, un soldado del ejército de la reconquista consiguió escalarla y con el grito ¡Víva España! clavó la bandera en el más elevado baluarte. ¡No, porque aún vive Piñango! En ese momento don Abraham movía su brazo como quien lanza un machetazo, mientras decía, con voz recia, y de un tajo el cortó la cabeza. Ese fue un instante espectacular en mi vida en el que pienso cada vez que les respondo a mis amigos que me preguntan cómo estás con ese ¡aún vive Piñango!

¡Filemón Aristizabal, cincuenta y siete años de edad y nunca me he hecho una paja! Así empezó, golpeándose el pecho con la palma de la mano derecha, la primera clase de educación física a la que asistí en el Liceo. Tenía dos hijos, Guillermo, mi contemporáneo, y Raúl, dos o tres años mayor, que padecieron algunas vergüenzas por las chifladuras de su padre, a quien amaron mucho. Las clases de Don Filemón eran una combinación de educación sexual con educación física. Durante la primera parte hablaba de los efectos nocivos de la paja, incluidas tonterías como aquella de que al masturbador contumaz le crecen pelos en la palma de la mano, y de los peligros para la salud de ir donde las putas. Señores, hoy vamos a hablar de las putas, si señores, de las putas. Y arrancaba a disertar sobre la sífilis y la gonorrea mientras nos mostraba unos carteles con grandes penes llenos de chancros. Después nos mandaba a subir corriendo al Cerro el Volador mientras él leía la prensa, esperando, cronómetro en mano, la llegada de los corredores.

Desde muy niño era adicto a las noticias. Mi papá lleva todos los días El Colombiano y yo lo leía de pe a pa y me mantenía enterado de la actualidad nacional e internacional. Con varios de mis compañeros seguimos los acontecimientos decisivos de 1968: la Primavera de Praga y el Mayo de París. Estábamos en tercero, que por esa y otras razones fue para mí el año más significativo del bachillerato.

Mi principal contradictor de aquellos días fue Benhur León Adalberto Zuleta Ruiz, uno de los hombre más valientes y determinados que he conocido en mi vida. Era hijo de un carpintero comunista, que bautizaba a sus hijos con nombre triples entre los cuales no faltaba el de un personaje histórico. Otro de sus hijos tenía un Beethoven en su tripleta y una hija una Aída en la suya. Varias veces visité su casa-taller en Belén San Bernardo, impregnada del olor de la madera y atestada libros y revista de la Unión Soviética y ejemplares de Voz Proletaria por todas partes.

León era entonces un comunista ortodoxo pro-soviético sin fisura alguna. Dubcek y los demás líderes checoeslovacos era agentes del imperialismo yanqui, la invasión del Pacto de Varsovia estaba totalmente justificada, porque había que defender el socialismo, y Jan Palach, el muchacho que se incineró a lo bonzo en la Plaza de San Wenceslao para protestar contra la invasión, un perfecto idiota útil al servicio del imperialismo. No había quien moviera a León de esa posición como no hubo quien lo moviera de su ortodoxia y su militancia comprometida. Zuleta vendía Voz Proletaria, el semanario del Partido Comunista Colombiano, pegaba carteles, asistía a reuniones de su célula, participaba en mítines, buscaba nuevos militantes y regaba tachuelas los días de paro o en las marchas del día del trabajo.

Las convicciones comunistas de León empezaron de debilitarse cuando estábamos en sexto y se desvanecieron totalmente en los primeros años de universidad. Desde el bachillerato, sus camaradas de la Juventud Comunista empezaron a hostilizarlo por su inocultable homosexualidad. Fuimos más tolerantes sus amigos no comunistas quienes valoramos siempre su inteligencia, sus convicciones y su valentía. No toleraba que le dijeran marica y no vacilaba en liarse a puños con quien lo hiciera, a pesar de su pequeña estatura y su débil contextura. Zuleta nunca fue un marica ni tuvo gestos o hablar amanerados. Era homosexual y era muy hombre, lo fue siempre.

Creo que la transformación intelectual que lo llevó a romper con los comunistas y lo convirtió en el lobo solitario defensor de la condición homosexual, empezó con el conocimiento de la obra de Wilhelm Reich, un discípulo de Freud que tuvo el delirio de hacer una síntesis entre el marxismo y el psicoanálisis. Después leería a Foucault, a Deleuze, a Guattari y a todos los filósofos franceses que convirtieron la homosexualidad en una forma de la política. Inspirado en todos ellos, se inventó un periódico, El Otro, que escribía, imprimía y distribuía él mismo. León fue el primero en defender el derecho de los homosexuales a ser tratados como ciudadanos iguales a los demás. Lo hizo con inteligencia, pasión, provocación y, hasta, agresividad, en una época en que eso significaba asumir grandes riesgos. Asumió riesgos con la bebida, la drogas, la promiscuidad sexual.

Lo reprendí frecuentemente por su desenfreno, sonreía en silencio, pues sabía que a mí no podía salirme con la cerreta de que la trasgresión sexual era un acto político, según la prédica de los intelectuales franceses. Esa bazofia ecléctica la reservaba para seducir a sus jóvenes admiradores. Dejé de verlo desde que, en 1990, abandoné la Universidad y me fui a trabajar a EPM. León murió brutalmente asesinado a cuchilladas el 23 de agosto de 1993, en su apartamento del Barrio Loreto. Nunca se supo quién lo hizo, no hubo siquiera un sospechoso, su muerte no se investigó. Era el asesinato de un marica más.

¡Marino, las hojas!, ¡Marino, las hojas! Así le gritábamos de Don Marino el profesor de Ciencias Naturales de tercero. El texto guía eran unas hojas impresas que el hombre nos vendía. Supuestamente eran dos paquetes, pero Don Marino solo entregaba el primero, el segundo nunca llegó y eso al parecer había pasado con todas y cada una de las promociones. Por eso los estudiantes todos, desde cuarto a sexto, le gritaban ¡Marino, las hojas! sin que él se inmutara. Era un hombre divertido, alegre, dicharachero y buen profesor. Gracias a él muchos liceístas conocimos el mar.

El hombre tenía una especie de trato con un hotelero de Tolú y todos los años, en las vacaciones de mitad de año, empacaba un montón de muchachos de tercero en un bus de la Acción Social y se los llevaba a conocer el mar. Con esa increíble capacidad de sacar dinero no se sabe de dónde, mi papá, sin reticencia, me pagó el costo del paseo. En ese entonces el viaje a la Costa era toda una odisea. El pavimento se acaba en El Hatillo y de ahí en adelante casi todo era carretera destapada, con pequeños tramos pavimentados aquí y allá. A las tres de la tarde, salimos de la Plazuela Nutibara, a donde mi papá me llevó, esperando luego con aire compungido la partida del bus.  Llegamos a Tolú al amanecer del otro día.

Yo iba en la primera fila, al lado de Marino, quien todo el viaje estuvo pendiente de que Abelardo, el chofer, no fuera vencido por el sueño. Cuando vi el mar, majestuoso, inmenso, grité, ¡el mar!, ¡el mar!, despertando a todos mis compañeros que dormitaban en sus asientos. Jamás volví a sentir esa emoción con la visión del mar, ni desarrollé por él la fascinación física que experimentan muchas personas.

Con los años perdí el sentido de disfrute de la arena y de las olas. En las ciudades costeras me abruma el calor y el contacto con la arena de la playa y el agua salada me resulta repulsivo. El mar se convirtió para mí en una figura literaria, cuya máxima expresión es “La mer”, así, en francés, como en el poema Cementerio Marino de Paul Valery. Definitivamente soy un hombre de montañas, son las montañas de Antioquia las que me transmiten esas sensaciones físicas que tocan el alma.

El hotel estaba situado a todo el frente del mar, solo separado de la playa por una pequeña calle abierta, como hoy, al tránsito de vehículos. La playa era amplia y limpia y penetraba en el mar muchos metros. Los pescadores faenaban sus trasmallos en las cercanías del hotel que eran las cercanías del pueblo mismo en el que abundaban todavía las chozas de bareque techadas de paja. Hoy Tolú es un pueblo feo, que podría estar situado en cualquier parte, lejos del mar. La playa, falta de espolones adecuados, ha desaparecido por los embates de las olas. Instalados en el hotel, quedábamos en completa libertad. Marino permanecía tumbado en una silla de madera, tomado cerveza en las mañanas y ron en las tardes, conversando incasablemente con el dueño del hotel a quien llamaba “Capitán”. En vistas posteriores a Tolú, impulsado por la nostalgia, busqué siempre, sin fortuna, ese hermoso hotel. Nadie sabía de su existencia, nadie recordaba un hotel cuyo dueño hubiese sido un “Capitán”.

El regreso fue igualmente azaroso como la ida, agravado por un derrumbe, por los lados de Ventanas, que nos mantuvo varias horas detenidos en la carretera. El viaje duró más de veinte horas, llegué a mi casa al amanecer, cubierto de polvo por todas partes y protegiendo, envuelta en la ropa sucia, una coca de porcelana que había comprado para mi mamá.

A mi mamá le gustaba coleccionar platos de vajilla que colgaba en una de las paredes del comedor. La mayoría de sus platos los consiguió canjeándolos por ropa vieja a los ropavejeros que recorrían el barrio. No era inusual, en mi casa, cuando buscabas una camisa o una pantaloneta enterarse de que mi mamá, al verla ya vieja y raída, la había cambiado por un plato o una coca. ¡Póngase la coca, mijo, decía socarronamente! De todas las cocas que tuvo la que más amó durante muchos años fue la que le traje. Frecuentemente la tomaba entre sus manos y mirando a su interior decía ver mi rostro empolvado de la noche en la que se la entregué a mi regreso del viaje a Tolú. ¡Mi carita sucia! ¡Mi carita sucia!  - repetía una y otra vez.

LGVA

Septiembre de 2021.

 

lunes, 27 de septiembre de 2021

El legado de Carl Menger a la causa de la libertad

 

El legado de Carl Menger a la causa de la libertad[1]

 

Luis Guillermo Vélez Álvarez

Economista

 

El tema que me han propuesto para esta conferencia puede resultar un tanto insólito. Carl Menger (1840 – 1921) fue, antes que nada, un teórico de la economía, un científico, un apacible profesor de la Universidad de Viena y en forma alguna un activista o militante político que se hubiese levantado contra un régimen opresor y pudiese, por tanto, ser considerado como paladín de la libertad.  

Menger vivió tranquilamente su larga vida - perturbada al final por el desastre de la Primera Guerra Mundial y la caída de su amado Imperio Austrohúngaro - bajo la protección de la Monarquía de los Habsburgo, llegando, incluso, a ser tutor del único hijo varón del Emperador Francisco José I, el príncipe Rodolfo, a quien acompañó durante dos años en viajes de instrucción por Europa y las Islas Británicas. No, a Menger no le habría lucido en gorro frigio, símbolo de la libertad desde la Revolución Francesa.

Adam Smith, dicho sea de paso, también tuvo la fortuna de ser preceptor de un aristócrata, el duque de Buccleuch, a quien acompañó igualmente en sus viajes educativos por Europa. Tomen nota de mis datos por si saben de algún noble deseoso de aprender economía austríaca.     

El rasgo más importante de la escuela austríaca de economía es su carácter militante en defensa de la libertad, en pro de un gobierno limitado y en contra del socialismo. Esa militancia tiene un fundamento científico ya que, como veremos, las tesis que propugna surgen directamente de las premisas teóricas o de los resultados analíticos. Carl Menger es fundador de esa escuela, el maestro directo o indirecto de los grandes exponentes de esa línea de pensamiento, desde Böhm-Bawerk a Rothbard, a Kirzner, a Huerta de Soto y al muy brillante Ramón Rallo, pasando, claro está, por Mises. De ahí que la contribución de Menger a la causa de la libertad sea inmensa e imperecedera.

Las dos principales obras de Menger, en las que se basa esta charla, son esencialmente teóricas y extremadamente abstractas. Me refiero, evidentemente, a Principios de economía política y El método de las ciencias sociales[2]. Los Principios, que eran la primera parte de una obra de tres de la que las otras dos no vieron la luz, están dedicados a las teorías de valor y los precios, la cuestión más abstracta de la teoría económica; mientras que en El método se abordan cuestiones metodológicas que cuesta trabajo relacionar con las cuestiones eminentemente prácticas relacionadas con la defensa de la libertad en la sociedad moderna.

Ahora bien, de esas obras salen la teoría subjetiva del valor y la noción de orden espontáneo sobre las cuales se asientan las posiciones que en el orden práctico sostiene la escuela austríaca: el gobierno limitado, los mercados libres, la función empresarial, la libertad monetaria y el rechazo al socialismo.

La economía política es la hija dilecta de la filosofía liberal. Por eso no es sorprendente que, desde la definición de riqueza, Adam Smith ponga al individuo en el centro del análisis: la riqueza de una nación son las cosas necesarias y convenientes para la vida que se producen anualmente y según que esa producción guarde una proporción mayor o menor con el número de quienes la consumen, la nación será más o menos rica[3].  

Esta definición de riqueza contrasta con la visión mercantilista. La riqueza es el flujo anual de producción de la nación en relación con el número sus habitantes. La riqueza de la nación no es el patrimonio de los mercaderes, ni el tesoro del estado, ni sus rentas, como pensaban los mercantilistas. “Conviene que el Príncipe sea rico y sus súbditos pobres” escribió Maquiavelo. A esta concepción se opone Smith. La riqueza de la nación es la riqueza de los individuos que la conforman, no la riqueza de los gobernantes.

Sin embargo, después de poner al individuo en el centro del análisis, Smith, por su incapacidad de resolver la llamada “paradoja del valor”[4], lo deja completamente de lado cuando aborda el problema central de la economía cual es la explicación de la relación de intercambio entre los bienes, la explicación de la formación de los precios. Este fracaso tendrá unas consecuencias desastrosas para la economía porque Smith no encuentra otra salida para explicar la formación de los precios que la suma de los costos, familiar a cualquier tendero de entonces y de hoy.

Evidentemente, para no quedarse en la circularidad de un precio explicando a otro precio, Smith pasa a las categorías distributivas propias de la época, de tal suerte que todo precio será la suma de los salarios, los beneficios y las rentas de los trabajadores, capitalistas y terratenientes que directamente o indirectamente participaron en su producción. Pero como esto no resuelve el problema de la heterogeneidad de los sumandos, la economía clásica se adentra en el “tour de force” de convertirlo todo en cantidades homogéneas de trabajo directo e indirecto en el que fracasan Ricardo, Marx y Mill.

Lo curioso y lo más enojoso de todo este asunto es que el fracaso de la teoría del valor trabajo en la explicación de la relación de intercambio entre los bienes – puesto en evidencia por Böhm-Bawerk en el caso de Marx – estuvo acompañado del éxito de la teoría sociológica de la distribución subyacente, que John Stuart Mill sintetizó en la tesis según la cual las reglas de la producción son de la misma naturaleza que la leyes de la física mientras que las reglas de la distribución están al arbitrio de la voluntad de los hombres[5].

Es en esta teoría de Mill, según la cual la producción se distribuye por reglas arbitrarias al margen del proceso de mercado, donde encuentran fundamento todas tesis sobre la injusta y desigual distribución del ingreso y sobre la necesaria intervención de un estado providente y bien intencionado que corrija la injusticia y la desigualdad.

Menger -conjuntamente con Jevons y Walras, pero de forma independiente – resuelve la paradoja del valor[6] añadiéndole al atributo de la utilidad de los bienes el de la escasez. Así, un bien es todo aquello que posee utilidad y un bien económico es el que es escaso con relación a la necesidad que de él se tiene. Por tanto, la riqueza del sujeto económico son los bienes económicos de que dispone y la riqueza nacional “es la totalidad de las riquezas de los individuos que componen un pueblo o una nación”[7].

Evidentemente no es el propósito de esta charla hacer una exposición minuciosa de la forma en que Menger construye sus teorías del valor y del precio. Sin embargo, es necesario explicitar los problemas teóricos que resuelve y las consecuencias que esas soluciones tienen para el análisis económico y la visión que se tiene de la economía capitalista. Son tres esos problemas, a saber:

·         El problema del tránsito del valor subjetivo a la realidad objetiva del precio.

·         El problema del valor y el precio de los bienes que no son de consumo inmediato y carecen por tanto de utilidad directa.   

·         El problema del valor y el precio de los factores primarios o naturales de producción.

El primer problema se resuelve con la teoría del intercambio y de la formación del precio en competencia y en monopolio, cuestiones que aborda Menger en los capítulos IV y V de los Principios. Este es un problema fundamental pues si no se explica la formación de los precios de todas las cosas y de los intereses, los salarios y las rentas, la teoría del valor subjetivo no pasaría de ser un ejercicio teórico-especulativo sin mayor relevancia.  

El segundo y el tercero con la teoría de la estructura vertical de los bienes y la teoría de la imputación de acuerdo con las cuales el valor y el precio de los bienes de orden superior – materias primas, bienes de capital – depende del valor y el precio de los bienes de orden inferior o bienes de consumo que contribuyen a producir. Así, el valor del horno en el que se asan y de las materias con que se elaboran – harina, huevos, leche, etc. – está determinado por el valor y el precio de los pandequesos que tienen ellos sí una utilidad directa para el consumidor.

El proceso de imputación sigue hasta que se llega a los factores primarios de producción, tierra y trabajo, con relación a los cuales Menger dice lo siguiente:

 “…el valor de la utilización del suelo se halla sujeto a las mismas leyes generales que regulan, por ejemplo, la utilización de las máquinas, herramientas, viviendas, fábricas y de todos los restantes bienes económicos”[8]

“El mínimo existencial (…) se convierte así en el principio a tenor de cual se regula el precio del trabajo más común, mientras que el mayor precio de las restantes prestaciones laborales se explicaría por las inversiones de capital o, respectivamente, por las rentas del talento o cosas similares”[9].  

Las respuestas dadas a estos problemas por Menger, que sus discípulos irán perfeccionando posteriormente, llevan a la integración dentro de un mismo proceso de mercado la formación de los precios de los bienes de consumo, las materias primas, los bienes de capital y de los ingresos de sus propietarios, de los trabajadores y los dueños de las tierras.   

Los importante es entender que las teorías del valor alternativas – objetiva o del valor trabajo y subjetiva o del valor utilidad – dan lugar diferentes teorías de los precios y de la formación de ingresos de los llamados factores de producción o diferentes teorías de la distribución.



  

El fracaso de la teoría del valor trabajo en la explicación de las relaciones de intercambio o precios relativos deja sin fundamento alguno la teoría clásica de la distribución[10] tanto en la versión ya mencionada de Mill, en la de Marx y en la de Sraffa y sus discípulos neo-ricardianos en las cuales la “distribución” es un proceso arbitrario que no solo se da al margen de la formación de los precios, sino que lo determina[11].

De acuerdo con Menger y toda la economía austriaca, en el proceso de mercado, no hay “distribución”, solo producción e intercambio. La llamada “distribución del ingreso” surge cuando el estado se apropia mediante la tributación o el espolio de una parte de lo producido por un grupo personas para entregarlo a otras. La “distribución del ingreso” es un proceso político, no económico que no tendría lugar en una sociedad completamente libre.

En su ensayo Investigaciones sobre el método de las ciencias sociales, plantea Menger lo que considera el problema más sorprendente de las ciencias sociales:

 “¿Cómo pueden formarse instituciones que sirven al bien común y que tan importantes son para su desarrollo sin una voluntad común dirigida a su creación?”[12]

Este interrogante no puede sino recordarnos este maravilloso texto de Adam Smith:

“Esta división del trabajo, que tantas ventajas reporta, no es en su origen efecto de la sabiduría humana, que prevé y se propone alcanzar aquella general opulencia que de ella se deriva. Es la consecuencia gradual, necesaria, aunque lenta, de una cierta propensión de la naturaleza humana que no aspira a una utilidad tan grande: la propensión a cambiar, a permutar, cambiar o negociar una cosa por otra”[13]

Nadie se inventó, por así decirlo, la división del trabajo previendo sus enormes beneficios. Es un resultado de la interacción social. Aquí hay un concepto importante, central en el pensamiento de Smith: es la idea según la cual la interacción social produce resultados no esperados ni buscados por ningún agente en particular[14].

Menger distingue entre las instituciones de origen orgánico, es decir, las que son el resultado no intencionado ni planificado de las acciones individuales dispersas, y las instituciones de origen pragmático, es decir, las que son creadas conscientemente con un propósito definido[15]. Este tema es desarrollado también por Wieser, quien distingue entre organizaciones sociales y formaciones históricas[16], y se encuentra presente la obra de todos los grandes autores de la tradición austríaca pues es, nada más ni nada menos, que el fundamento racional de la oposición al socialismo y al intervencionismo estatal.  

A mi modo de ver la presentación más acabada hasta ahora del concepto de “Orden Espontáneo”, es la de Hayek en su gran obra Derecho legislación y libertad[17]. En el capítulo segundo, del primero de los tres libros que la componen, Hayek recurre a la distinción entre los términos griegos Taxis y Cosmos para establecer el contraste, en el cual está basado de su investigación, entre Orden Construido y Orden Espontáneo o, si se prefiere, entre Organización y Organismo.  

“El orden construido, al que nos hemos referido como a un orden exógeno o un arreglo, puede describirse también como una construcción, un orden artificial o, especialmente cuando se trata de un orden social dirigido, como una organización. Por otro lado, el orden que se forma por evolución, al que nos hemos referido como un orden que se autogenera o endógeno, puede describirse como un orden espontáneo. Los griegos clásicos tenían más suerte al disponer de términos diferentes para designar estos dos tipos de órdenes, a saber, Taxis para el orden creado (…) y Cosmos para el orden formado por evolución”[18].

El orden espontáneo – que para Hayek es un concepto análogo al de Sociedad Abierta de Popper[19] o Gran Sociedad de Smith[20] – está bajo la amenaza de todos los reformadores – desde los socialistas utópicos a los progresistas modernos, pasando por Marx y sus discípulos - que no son capaces de concebir un orden que no haya sido creado deliberadamente y que, en particular, ven el funcionamiento mercado como un proceso caótico que genera crisis y desigualdad y que, por tanto, debe ser abolido o radicalmente intervenido para evitar las crisis de sobre producción e implantar la “justicia social”. 

La defensa de la libertad y la oposición al socialismo y al intervencionismo no es cuestión de opinión sino un asunto de conocimiento[21] puesto que están basadas, en definitiva, en la comprensión de la noción orden espontáneo y del conocimiento del funcionamiento del orden de mercado, cuyo fundamento último se encuentra en instituciones – división del trabajo, intercambio voluntario, la propiedad, el dinero y el cálculo económico - cuyo origen se pierde en la más remota historia de la humanidad y que han evolucionado a lo largo de los siglos. 

LGVA

Septiembre de 2021.   

Bibliografía.

Hayek, F.A. (1992). Las vicisitudes del liberalismo. Ensayos sobre Economía Austríaca y el ideal de libertad. Obras Completas, Volumen IV. Unión Editorial, Madrid, 1992.

Hayek, F.A. (2006). Derecho, legislación y libertad. Unión Editorial, Madrid, 2006.

Gloria-Palermo, S. (2013). L´école économique autrichenne. Éditions La Décoverte, Paris, 2013.

Menger, Carl (1871, 1996). Principios de economía política. Unión Editorial. Ediciones Folio, Barcelona, 1996.

Menger, Carl (1883, 1884, 1889, 2006) El método de las ciencias sociales. Unión Editorial. Madrid, 2006.

Mill, J.S. (1848, 1978). Principios de economía política. Fondo de Cultura Económica, México, 1978.

Popper, K.R. (2008, 2010). Después da La sociedad abierta. Escritos sociales y políticos. PAIDÓS, Barcelona, 2010.

Rothbard, M.N. (1999) Historia del pensamiento económico Volumen I. El pensamiento económico hasta Adam Smith. Unión Editorial, Madrid, España, 1999.

Smith, A. (1776, 1979). La riqueza de las naciones. Fondo de Cultura Económica, México. 1979.

Smith, A. (1759, 1997La teoría de los sentimientos morales. Alianza Editorial, Madrid, 1997.

Sraffa, P. (1960,1975). Producción de mercancías por medio de mercancías. Oikos-Tau Ediciones, Barcelona, 1975.



[1] Texto de la conferencia dictada el 30 de septiembre de 2021 por invitación del Instituto Thomas Jefferson y La Sociedad Bastiat de Argentina.

 

[2] Este es el título, bastante adecuado, bajo el cual Unión Editorial publicó, en su colección Clásicos de la libertad, los tres trabajos de Menger consagrados al método científico, a saber: Investigaciones sobre el método de las ciencias sociales y de la economía en particular (1883), Los errores del historicismo en la economía política alemana (1884) y Elementos de una clasificación de las ciencias económicas (1889).

[3]El trabajo anual de cada nación es el fondo que en principio la provee de todas las cosas necesarias y convenientes para la para la vida y que anualmente consume el país. Dicho fondo se integra siempre con el producto inmediato del trabajo, o con lo que mediante dicho producto se compra de otras naciones. De acuerdo con ello, como este producto o lo que con él se adquiera, guarda una proporción mayor o menor con el número de quienes la consumen, la nación estará mejor o peor surtida de las cosas necesarias y convenientes para apetecidas”. Smith (1776, 1979) página 3.

 

[5] “Las leyes y las condiciones que rigen la producción de la riqueza participan del carácter de realidades físicas. En ellas no hay nada de arbitrario o facultativo. (…) No sucede lo propio con la distribución de la riqueza. Esta depende sólo de las instituciones humanas. Una vez existen las cosas, la humanidad, individual o colectivamente, puede disponer de ellas como le plazca. Puede ponerlas a disposición de quien le plazca y en las condiciones que se le antojen”. Mill, J.S. (1848, 1978). Página 191.

 

[6] En honor a la verdad hay que decir que ya Ferdinand Galiani, más de un siglo antes que Menger, Walras y Jevons, había resuelto la célebre paradoja con esta elegante fórmula: “Es evidente que el aire y el agua, muy útiles para la vida humana, no tienen ningún valor porque no escasean. Por otra parte, un saco de arena de las costas de Japón sería una cosa extremadamente rara, pero, a menos que tenga cierta utilidad, carece de valor”. Galiani, Della Moneta, citado por Rothbard en Historia del pensamiento económico Volumen I. El pensamiento económico hasta Adam Smith. Unión Editorial, Madrid, España, 1999. Página 447.

 

[7] A Menger no le gustaba mucho la noción de “Riqueza Nacional” y la aceptó con reservas. “Cuando los problemas se refieren exclusivamente a la determinación cuantitativa de la llamada riqueza nacional, puede considerase como riqueza nacional la totalidad de las riquezas de los individuos que componen un pueblo o nación. Pero cuando, a parir de la magnitud de la riqueza nacional, se pretende sacar conclusiones sobre el nivel de bienestar de un pueblo, o cuando se trata de aquellos fenómenos que son el resultado del contacto de cada uno de los agentes económicos, la concepción de riqueza nacional, entendida en el sentido literal de la palabra, desembocará forzosamente en frecuentes errores. En todos esos casos deberíamos más bien considerar la riqueza nacional como el conjunto de riquezas de los individuos de un pueblo y deberíamos prestar atención a la diferente medida de estas riquezas individuales”. Menger, C (1871,1997). Página 100-101.

 

[9] Menger, Carl (1871, 1996). Página 154.

 

[10] “La ineficiencia de la teoría de los precios, de los salarios, de la renta y de los intereses del capital a ella ligadas, hacía necesaria la reforma de la ciencia económica. La teoría de que la cantidad de trabajo empleada para producir un bien, o sea su coste de producción, regula la relación de intercambio entre los bienes, que tenía que explicar el fenómeno de los precios, se reveló contraria a la experiencia y claramente insuficiente ante un examen más profundo. Muchas cosas, a pesar del trabajo que se emplea en producirlas y los altos costos de producción, alcanzan precios muy bajos y a veces ni siquiera obtienen precio alguno, mientras que a menudo los bienes que nos ofrece la naturaleza a menudo alcanzan precios elevados. Es evidente – sin hablar de otros fenómenos – que la explicación del beneficio neto de la empresa, de la renta neta y del interés neto del capital, es decir, la explicación de muchos fenómenos mediante la teoría mencionada, tropieza con dificultades insuperables, pues se trata de fenómenos que no pueden reducirse a sus costes de trabajo o de producción. Quienes formularon la teoría económica no pudieron menos de pensar acaso que el precio que pagamos por un bien no depende del trabajo o de los costes de su producción, sino que, por el contrario, a precios ventajosos” Esta cita proviene de la introducción a la edición italiana de los Principios de 1889 y está en el Estudio Introductorio de Darío Antiseri a El método de las ciencias sociales, libro que recoge los tres trabajos de Menger sobre la cuestión del método. Ver: Menger, Carl (1883, 1884, 1889, 2006) páginas 17 – 18.

 

[11]  Escribe Sraffa: “El tipo de beneficio, en cuanto es una razón, tiene un significado que es independiente de cualquier precio, y pude ser, por tanto, dado antes de que los precios sean fijados. Es así susceptible de ser determinado desde fuera del sistema de producción, en especial, por el nivel de los tipos monetarios de interés”. Sraffa (1960, 1975). Páginas 55-56.

 

[12] Menger, Carl (1883, 1884, 1889, 2006) página 222.  

 

[14] Eso remite a la metáfora de la Mano Invisible: “Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera su seguridad, y cuando la dirige de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, sólo piensa en su ganancia propia; pero en este como en muchos otros casos, es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios” Smith, A. (1776, 1979). Página 402

 

[15] Escribe Menger: “No es necesario observar la extrema afinidad que existe entre el problema del origen de las formaciones sociales que surgen de manera no intencionada y el problema de la formación de aquellos fenómenos económicos a los que acabamos de referirnos. El derecho, el estado, el dinero, los mercados, todas estas formaciones en sus distintas formas fenoménicas y en sus cambios incesantes son, en no pequeña parte, producto espontáneo de la evolución social: los precios de los bienes, el tipo de interés, la renta de la tierra, los salarios y muchos otros fenómenos de la vida social en general y de la económica en particular muestran exactamente la misma peculiaridad, y tampoco su comprensión puede ser pragmática sino más bien análoga a la de las instituciones sociales surgidas de manera no intencionada. De este modo, la solución de los problemas más importantes de las ciencias sociales teóricas, y en particular de la economía teórica, se halla estrechamente relacionada con la cuestión de la comprensión teórica de los orígenes y las transformaciones de las formaciones sociales surgidas de manera no orgánicaMenger, Carl (1883, 1884, 1889, 2006) páginas 222 y 223.   

 

[16] Gloria-Palermo, S. (2013). Página 69.

 

[17] A mí no me cabe la menor duda de que esta obra - cuyo subtítulo es: Una Nueva formulación de los principios liberales de la justicia y la economía política – no solo es la más importante obra de Hayek sino también la más importante obra de filosofía política liberal del siglo XX. 

[18] Hayek, F.A. (2006). Página 60.

 

[19] “Por Sociedad Abierta entiendo una forma de vida social y los valores que tradicionalmente se aprecian en esa vida social, como por ejemplo, la libertad, la tolerancia, la justicia, la libre búsqueda del conocimiento por el ciudadano, su derecho a diseminar el saber, la libre elección de los valores y creencia y su búsqueda de la felicidad (…) Quisiera proponer aquí la tesis de que la idea de una sociedad libre y abierta conlleva la exigencia de que el Estado exista al servicio del individuo humano – en aras de sus ciudadanos libres y su libre vida social, es decir, en aras de la sociedad libre – y no al revés. Esto conlleva la exigencia de que debemos hacer que la función del Estado sea servir y proteger la sociedad libre de sus ciudadanos” Popper, K.R. (2008, 2010).   Páginas 309-310.

 

[20]  “El hombre doctrinario, en cambio, se da ínfulas de muy sabio y está casi siempre tan fascinado con la supuesta belleza de su proyecto político ideal que no soporta la desviación de la más mínima parte del mismo. Pretende aplicarlo por completo y en toda su extensión, sin atender a los poderosos intereses ni a los fuertes prejuicios que pueden oponérsele. Se imagina que puede organizar a los diferentes miembros de una Gran Sociedad con la misma desenvoltura con que dispone las piezas en un tablero de ajedrez.  No percibe que las piezas de ajedrez carecen de ningún otro principio motriz salvo el que les imprime la mano, y que en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio, totalmente independiente del que la legislación arbitrariamente elija imponerle. Si ambos principios coinciden y actúan en el mismo sentido, el juego de la sociedad humana proseguirá sosegada y armoniosamente y muy probablemente será feliz y próspero. Si son opuestos o distintos, el juego será lastimoso y la sociedad padecerá siempre el máximo grado de desorden” Smith, A. (1759, 1997) Página 418.

 

[21] “La demostración de que las diferencias entre socialistas y no socialistas radican, en última instancia, en aspectos puramente intelectuales capaces de solución científica y no en diferentes juicios de valor me parece que es una de las conclusiones más importantes de la línea de pensamiento llevada a cabo en este libro” Hayek, F.A. (2006). Página 20.