Recuerdos
de un liceísta de la generación de 1971
Luis
Guillermo Vélez Álvarez
Economista,
Liceísta de 1971
Mi cuñada Dora Helena
dijo un día que yo era, antes que, nada un Bachiller. Lo dijo cuando era ya un
economista, pero bien sabía yo que, viniendo de ella, conocedora del lenguaje
como pocas, esa denominación era un gran elogio. Creo que sobre todo en mi vida
fui un buen Bachiller: los conocimientos y la formación que me hacen merecedor
de ese nombre los adquirí en el Liceo Antioqueño, el liceo de bachillerato de
la Universidad de Antioquia.
Ser estudiante del
Liceo en ese entonces era motivo de orgullo. Allí se entraba por mérito,
después de pasar un exigente examen de admisión o, como fue mi caso, de entrar
eximido de ese examen por ser uno de los mejores estudiantes del quinto grado
de las escuelas de Medellín. Allí llegaban, como al Marco Fidel Suarez, los
mejores escolares de la Ciudad, de toda condición social. Había muchachos de
familias adineradas de El Poblado, Prado o Laureles mezclados con muchachos de
Aranjuez, La América, Manrique o Belén. Ahí estábamos todos iguales, habíamos
llegado por mérito y por mérito nada más nos diferenciábamos en el Liceo. Allí
no se respetaba pinta, ni profesores ni condiscípulos respetábamos pinta.
En primero de
bachillerato los grupos se formaban por mérito. En el A, que fue el mío, y el B
estaban los eximidos. Del C en adelante se agrupaban de acuerdo con las
calificaciones obtenidas en el examen de admisión, para garantizar cierta
homogeneidad en los grupos. Esto era sabido por todo mundo y nadie se
escandalizaba de eso. Por eso en mi grupo me tocó con muchachos grandotes, pero
la diferencia de estatura era resultado de las diferencias en el ritmo de
crecimiento de unos grupos de chicos que teníamos la misma edad, entre 12 y 13
años. Entre esos gigantes bondadosos recuerdo a un muchacho Medina y a otro de
apellido García.
El Liceo estaba
situado en el Barrio San Germán, al lado del cerro El Volador, por la carretera
que partiendo de la Setenta lleva a Robledo, San Cristóbal y a los municipios
de Occidente. Eran una instalaciones modernas, grandes, funcionales. Un
complejo de seis edificios unidos por amplios corredores de columnas metálicas
y planchas de concreto. Alrededor de los edificios había jardines, patios,
canchas deportivas, espacios abiertos, espacios amplios, espacios generosos.
Había, incluso, une estanque con patos, gansos y pisingos. La planta física
misma estaba hacia el oriente del amplio terreno de unas cinco hectáreas,
rodeado con cerca de malla. Hacia el lado occidental había un pequeño bosque y
jardines muy bien cuidados. Nunca había visto colegio tan hermoso ni lo
volvería a ver.
La mayoría de los
chicos llegábamos al Liceo en los buses verdiblancos de la Acción Social
Universitaria. Los buses nos recogían en el Centro, en Colombia con Carabobo, y
ahí volvían a dejarnos a la salida de clases. A ese sitio llegábamos por
nuestros propios medios desde todos los barrios de la Ciudad. Yo llegaba muchas
veces al Liceo en el carro de mi papá, que me llevaba por las mañanas. A la
salida de clase siempre iba al Centro con los demás muchachos.
El bus entraba por la
puerta que daba hacia el costado suroriental, había otra al lado opuesto, pero
por ahí solo entraban los profesores que tenía carro, que eran más bien pocos.
La mayoría de ellos se viajaba con nosotros en los buses de la Acción Social
que llegaban a un amplio patio parqueadero donde todos descendíamos. A la
derecha estaba la cancha de futbol, bien trazada, con las medidas
reglamentarias y sólidas porterías en los extremos norte y sur. La cancha se
comunicaba directamente con amplias mangas y las estribaciones del Cerro el
Volador.
Al frente del
parqueadero había una edificación que iniciaba en una especie de sótano a nivel
del parqueadero y terminaba en las instalaciones de la cafetería. En ese
edificio quedaban el taller de fotografía, el salón de clases de guitarra, la
sede del coro, el depósito de los accesorios de gimnasia, la sede de la banda
de guerra y el taller y salón de clases de Don Darío Tobón Calle, profesor de
artes en tercero y cuarto de bachillerato. También quedaban los baños donde nos
cambiábamos para las clases de educación física y nos bañábamos al terminarlas.
De los parqueados
caminábamos a los bloques de salones que eran cuatro: uno de los primeros y
otro de los segundos; los terceros y los cuartos compartían bloque, al igual
que los quintos y los sextos. Aunque había pequeñas diferencias, cada bloque,
albergaba en su primer piso la sala de profesores, la oficina del director y
otras instalaciones como laboratorios. En el segundo piso quedaban los salones.
En todos los bloques había grandes murales al fresco pintados por el Maestro
Jorge Cárdenas, quien hacía parte de la planta profesoral del Liceo. En mi
primer año el Maestro Cárdenas estaba trabajando en el mural del bloque de
primero. Varias veces, sobre todo en los primeros días, en el recreo, con otros
curiosos, me arrimaba a verlo. Era un hombre alto, moreno, serio y de mirada
dulce. Mientras trabajaba portaba siempre una boina en la cabeza y bajo su
delantal blanco estaba siempre de traje, sin el saco, pero con la corbata. Este
hombre pintaba de corbata.
El director de primero
era Don Luis María Sanchez, profesor de español y autor de la serie de seis
libros de Español y Literatura que se seguían en el Liceo y otros colegios de
la Ciudad. Nunca recibí clases con Don Luis María, pero amé muchos sus libros,
sobre todo por las selecciones de lecturas.
Mi profesor de español
y literatura en primero de bachillerato fue don Luis López. Era un hombre
canoso, con el pelo totalmente blanco, cara enrojecida y aire permanentemente
malhumorado. En las clases de español de primero y segundo nos hacían aprender
poesías, que debíamos declamar en público, y leer fragmentos en voz alta,
también en público. Esos ejercicios eran fundamentales para desarrollar la
memoria y para aprender a leer.
Uno cree que sabe
leer, pero cuando le toca hacerlo en voz alta, frente a cuarenta compañeros que
ante el más pequeño error se van a burlar sin piedad, se da cuenta de que es
mucho lo que le falta por aprender. Ante la más pequeña vacilación, empezaba el
murmullo, que se convertía en risa contenida, con una palabra trastocada, o en
sonora carcajada con esos cambios de puntuación que alteran completamente el
sentido de la frase. Fue así como un muchacho, cuyo nombre no recuerdo, se
chantó el ominoso apodo que lo acompañaría todo el bachillerato y más allá. En
el texto de Luis María Sanchez decía: “¿Será Pio quién canta?” Para su
desgracia, el muchacho leyó: “Serapio, ¿quién canta?” Y ahí quedó bautizado el
hombre por el resto de sus días en el Liceo.
Un día llegaron al
salón un par de viajeros a pedir dinero. Hablaron de que eran caminantes
deseosos de conocer los países de su nuestra amada América Latina. Y ¿de dónde
vienen ahora? preguntó el profesor. Bueno, la verdad es que venimos del Perú,
empezó a decir uno de los mochileros. ¡Qué va hombre, deja de ser mentiroso,
vos sos de Villahermosa!, gritó un muchacho Bedoya desde el fondo del salón. La
colecta fue un fracaso.
Los profesores nos
regañaban, pero en raras ocasiones nos sancionaban disciplinariamente, por
burlarnos de los compañeros en aprietos en la lectura en voz alta, de los que
olvidaban su poesía o de los que respondía mal las preguntas de los examencitos
orales a los que frecuentemente nos sometía. Ahora estoy seguro de esa
exposición al escarnio público hacia parte de la estrategia pedagógica del
Liceo, los profesores nos metían en ese juego para que con la burla y el
sarcasmo ayudáramos a educarnos los unos a los otros. En ocasiones el juego se
tornaba peligroso.
Esteban Rodríguez
Santamaría era un muchacho altísimo, amable, pero un poco lento de
entendederas. A pesar de ser grandote era objeto de muchas burlas sin que
recurriera a su fuerza física para hacerse respetar, hasta que decidió hacerlo
en contra mía. Estábamos ya en segundo, en clase de Biología, que se dictaba en
un saloncito especial con urnas llenas de animales disecados, piedras y algunas
plantas. Don Guillermo, a quien llamábamos Marranito, estaba tomando la lección
y la victima de turno era el pobre Esteban, que por no tener la más remota idea
de lo que le preguntaban se puso a llorar. Era una vaina vergonzosa, ridícula,
estábamos acostumbrados a las güevonadas de Esteban, pero esto era algo
totalmente fuera de lugar. Pero más fuera de lugar fue que Don Guillermo,
conmovido por las lágrimas de Esteban, anunciara que lo calificaba con 4, a
pesar de que no había respondido nada.
Luego Don Guillermo me
tomó la lección a mí. Me preguntó por una planta que yo sabía bien era una
rosácea de la familia de las melastomatáceas, pero en lugar de responder lo
sabido, dije que no sabía y me puse a simular un llanto ruidoso, que hizo que
el grupo estallara a carcajadas y provocó la furia de Don Guillermo quien de
inmediatamente me expulsó de clase, me clavó un cero en biología y la rebaja de
una nota en disciplina. Lo más asombroso fue la reacción de Esteban. En el recreo
me buscó, me cogió como un muñeco, me llevó a un rincón del jardín y me pegó
severa paliza. Estando encima de mí, golpeándome a sus anchas, de pronto de
detuvo, arrancó a llorar y me dijo: no te burlés de mí Frijolito, ayúdame más
bien. La tarde de ese día fue la primera de muchas en las que a la salida del
Liceo me iba para la casa de la familia Rodríguez Santamaría, en el Barrio Los
Ángeles, abajo del Colegio de María Auxiliadora, a estudiar con Esteban. Fuimos
buenos amigos a lo largo de todo el bachillerato.
Un sábado, muchos años
después, mi cuñada Dora Helena, que estaba buscando un carro de segunda,
anunció que iba a ver el lote de Esteban Rodríguez Santamaría, de quien le
habían dicho era un hombre muy honrado. Yo lo conozco, estudiamos juntos en
bachillerato, somos muy amigos, es un jayán así de alto. Si querés de acompaño.
Esteban me reconoció de inmediato. Qué hubo, Frijolito, ¡qué alegría de verte!
¡Qué te pasó Esteban, te encogiste, güevón, por qué estás tan chiquito! No recuerdo si Dora compró el carro o no. Esa
tarde y otras en las que volví visitarlo en su lote, conversé mucho con
Esteban. Reía a carcajadas recordando que había pasado el bachillerato y luego
la carrera de Administración de Empresas en EAFIT prácticamente sin saber leer.
Frijolito, decía regocijado, la educación de este país es un culo, a mí me
graduaron siendo analfabeta, yo no sé sino vender carros. Se había casado con
una mujer llamada Pili, también egresada de EAFIT, en ese entonces ejecutiva de
CONAVI. Habían tenido dos hijos y Pili adoraba a Esteban. Todo mundo lo quería.
Siempre disfruté la amistad de ese hombre bondadoso de corazón sencillo.
Siendo profesor de la
Facultad de Economía, con mis colegas del Departamento de Economía, creamos el
primer posgrado de la Universidad de Universidad de Antioquia al que llamamos
Especialización en Política Económica. Hasta entonces los únicos posgrados de
la Universidad eran las especializaciones médicas. La nuestra fue la primera de
otras áreas del saber. Después vendrían muchas más, en la de Antioquia y en
todas las universidades del País. En las discusiones previas sobre las materias
que debían impartirse, su contenido y los textos guías defendí un punto de
vista muy sencillo: debemos usar los textos que se usan en las mejores escuelas
de economía del mundo. Creía entonces, como creo ahora, que una escuela se
define, al igual que las universidades medievales por los libros que se enseñan
en ella. Fue así como adoptamos la Macroeconomía de Sargent y la Microeconomía
de Varian como textos guía. Esa convicción, que creía formada en durante mis
estudios de posgrado en Francia, tenía un origen más profundo: mi experiencia
en primero de bachillerato en el Liceo y, en particular, en el Curso de
Religión de Don Cesar.
Don Cesar era un
hombre delgado, lampiño, de pómulos hundidos y con ligeras marcas de viruela.
Su cabello era negro, rebelde, que se paraba como espinas de erizo, cuando
estaba bien motilado, o flotaba en cadejos alegres cuando llevaba algún tiempo
sin visitar la peluquería. Me parecía un monje vestido de traje y hablaba, con
entusiasmo y convicción, como si se estuviera dirigiendo, no a unos bachilleres
primerizos, sino a un grupo de novicios a quienes iniciaba en el conocimiento
riguroso de la Palabra de Dios.
El texto de esta
clase, dijo el primer día, es la Biblia, vamos a leer la Biblia, vamos a
aprender interpretarla. Vamos a leer la Nácar-Colunga. Deben comprarla. Se
refería a la traducción de los monjes dominicos Eloíno Nácar Fúster y Alberto
Colunga Cueto. Ese día oí esos nombres por primera vez, para no olvidarlos
jamás, y escuché también por primera vez la palabra Hagiógrafo que, como casi
nadie sabe, es el nombre que se da a los autores de los textos bíblicos y, por
extensión, sus lectores e intérpretes. Don Cesar quería que fuéramos unos
pequeños hagiógrafos. Mi papá me compro una biblia Nácar-Colunga que me
acompañó muchos años. La leí mucho, bajo la guía de mi Maestro, adquirí muchos
conocimientos bíblicos con los que aún hoy descresto a mis amigos. Sigo leyendo
y amando la Biblia que, como repetía Don Cesar, no es un libro sino toda una
biblioteca.
Lo de Don Cesar ejemplifica
el elevado nivel de la enseñanza impartida en el Liceo y el elevado nivel de
sus docentes. Era gente que sabía y que desplegaba ese saber antes sus alumnos
de forma clara, sistemática, contundente y sin concesiones de ninguna índole,
porque era eso lo que había que saber. El que aprendió, aprendió, el que
estudió, estudió y el que no estudió, se rajó. Así eran las cosas en el Liceo
Antioqueño de la Universidad de Antioquia. El Liceo ostentaba la categoría de
Facultad y eso nos hacía sentir orgullosos, nos sentíamos universitarios desde
primero de bachillerato y desde primero, en la clase de música de Pechicorcho
aprendimos el Himno de la U de A, que era también el Himno del Liceo.
Pechicorcho era el
apodo de Don Gustavo Sierra, profesor de música de primero y segundo
bachillerato; el de tercero y cuarto era Don Alberto Ospina. En primero y
segundo aprendíamos himnos y canciones, algo de historia de la música y un poco
de escritura musical, para lo cual teníamos un cuaderno de pentagramas. Siempre
he lamentado no haber tomado más en serio las clases de lectura en las que la
repetición del sonsonete “doooo, dooo, reee, reee”, moviendo la muñeca de la
mano derecha para marcar el ritmo, me causaba, como a la mayor parte mis
compañeros, mucha hilaridad. Don Gustavo dirigía el Coro del Liceo para el cual
audicioné sin fortuna.
Las clases de Don
Alberto estaban dedicadas a la historia ilustrada de la música. Será mejor
decir, escuchada. Don Alberto tenía un pequeño tocadiscos de plástico, de color
rojo y blanco, rojo palidecido y blanco amarillentado por los años. Lo llevaba
a las clases con una pila de discos, uno de los cuales nos hacía escuchar
cuando hablaba del autor correspondiente. “Ho, ho, ho, hoy, vamos a escucuchar,
la Misa del Papa San Marcerlo, de pa…pa…pa…Palestrina”, decía por fín. La
gaguera de don Alberto no nos importaba, nos sumíamos en la música, que él
interrumpía para hacer, siempre gagueando, alguna observación erudita, musical
o histórica.
Don Alberto Ospina era
bastante dado a la bebida. Con frecuencia llegaba a las clases en el temblor de
la muerte de esos guayabos feroces que tocan cuerpo y alma. En una ocasión,
Memo Montoya, cuya amistad frecuento aún hoy, le preguntó con insolente
amabilidad: Don Alberto, ¿es verdad que usted toma mucho aguardiente? Qué va
hombre, es más el que derramo, fue su increíble respuesta, mientras ponía
trabajosamente en el tocadiscos el disco que temblaba en sus manos y empezó a
sonar la Sinfonía de los Juguetes, cuya autoría, explicó, se atribuye a Joseph
Haydn o a Leopold Mozart, el papá de Wolfgang Amadeus. Don Alberto argumentaba en favor Haydn.
Otro gran personaje de
primero, recordado por todo liceísta, era don Marco Tulio Castaño, acuarelista
envigadeño, que firmaba sus cuadros con el acrónimo de Matuca, que naturalmente
era su apodo, apodo este, que por razones que ya no recuerdo fue heredado en
diminutivo por Julio Jaime Calderón: Matuquita.
La materia de Matuca se
llamaba artes plásticas y nos enseñaba a dibujar y a manejar la plastilina y el
yeso. En dibujo la cosa fue más bien pasable, pero con el yeso y la plastilina
mis fracasos fueron estruendosos, a pesar de la ayuda de mi mamá y de un
muchacho de apellido Peña, que vivía en Belén AltaVista.
Con la plastilina uno
hacía, sobre una tabla, una especie arabesco, trabajo que tomaba varias semanas
pues solo podíamos trabajar en clase. Inicialmente, se hacía un rectángulo de
plastilina, de unos dos centímetros de grosor, que se delimitaba con palillos
de paleta. Hecho el rectángulo se procedía a sacar la plastilina excedente para
que fuera saliendo la figura deseada, que pulíamos y pulíamos hasta que Matuca
conceptuaba que esta lista para el vaciado en yeso.
El yeso lo compramos
en un almacén de pinturas que quedaba en la Calle Colombia. Peña me explicó muy
bien el proceso y cada cual se fue para su casa a trabajar. La figura en
plastilina y sus alrededores en la tabla se engrasaban abundantemente. Con
trozos de madera se le ponía una especie de cerco y así quedaba lista para
recibir el yeso. El yeso, un polvo blanco fastidioso, se mezclaba con agua
hasta obtener una pasta maleable con la que se cubría la figura de plastilina
hasta los bordes de madera. Había que hacerlo rápidamente, antes de que el yeso
se secara. Una vez secado el yeso, se retiraba la tabla y salía el negativo.
Gran alegría sentimos mi mamá y yo cuando vimos el arabesco dentro del
bloquecito de yeso. No sabíamos que esa era la parte más fácil y que nos
esperaba el desencanto.
El negativo se
engrasaba abundantemente y se procedía a echarle encima una capa de la pasta de
yeso de la que debía salir el positivo. Cuando secó el yeso procedimos a la
separación y nada. Negativo y positivo se habían fundido en un sólido bloque
que no se dejaba separar sin destrozarlo. Teníamos bastante yeso lo intentamos
una vez más, y otra, y otra, recurriendo incluso a la ayuda de Peña, quien
había hecho lo suyo al primer intento y acudió a socorrernos. A las once de la
noche, cuando ya se había agotado el yeso, teníamos cinco primorosos bloques blancos.
Mijo, llévelos mañana para que el profesor vea que trabajó, que se esforzó,
mientras yo lloriqueaba maldiciendo mi malas suerte. Hágale caso a su mamá, Frijolito,
reforzaba el solidario Peña.
Le presenté mis cinco
bloques a Matuca, esperando su típico: ¡Qué son esos pegotes, hombre, hombre
qué son esos pegotes! Sin mediar palabra, Matuca tomó uno de los bloques y
dirigiéndose al grupo, mostrando el bloque que tenía en la mano, empezó a
decir: miren qué belleza, miren qué hermosura, parece un bloque de Mármol de
Carrara, solo falta el cincel de un Miguel Ángel o un Rodin, para que haga
salir la divina figura que hay dentro de él. Y en ese momento, con un gesto
histriónico que nunca olvidé, soltó desdeñosamente el bloque que cayó al suelo
y se partió en pedazos. Hoy la escena me resulta hilarante, pero en ese momento
nadie rio, nadie dijo nada; después de anunciarme una calificación de cuatro
con cinco, la más alta que obtuve en Artes Plásticas, Matuca llamó a otro
muchacho a presentar su trabajo. Así eran las cosas en el Liceo.
No me fue tan bien con
Matuca con ocasión del Castillo Medieval. Debíamos hacer en yeso figuras
geométricas – cubos, pirámides, cilindros, etc. – y luego armar con ellas una
estructura cualquiera. Algunos llegaron con impresionantes puentes colgantes y
edificios de varios pisos, uno llegó, con lo que dijo era la Refinería de
Ecopetrol. Llegado mi turno, presenté mi Castillo Medieval del que mi mamá y yo
estábamos orgullosos. Hombre, pero qué son eso pegotes, qué son esos pegotes
hombre, decía Matuca, mientras se sobaba la cara, y empezó a soltar la retahíla
humillante que a todos nos encantaba cuando era otro el que la padecía:
tonterías, carajadas, estupideces, ñoñerías, pendejadas, estulticias,
estolideces, etc. Aunque no lucía bien al lado de las obras de ingeniería de
mis compañeros, mi Castillo no era un trabajo malo, Matuca, lo sabía, tanto es
así que me calificó con un cuatro. Simplemente ese era el día en que me tocaba
a mí la retahíla.
A lo largo del año a
uno siempre le tocaban dos o tres cosas con Matuca. Mi tercera fue en clase de
dibujo. Había que dibujar un paisaje, un atardecer con un sol poniente. Para
cada elemento del paisaje, Matuca había indicado un color. Todos trabajábamos
aplicados en nuestros pupitres mientras Matuca se paseaba por el salón. En un
momento se paró a mi lado y señalando mi sol, preguntó: ¿cuál es ese color?
Anaranjado. ¿Cuál color te dije? Amarillo. Eso te dije hombre, te dije
amarillo, hombre que amarillo, que amarillo hombre, te dije amarillo hombre y
repetía una y otra vez, que amarillo, hombre, durante un lapso que se me hizo
infinito. Las cosas de Matuca no ofendían a nadie, pues no tenían la intención
de ofender. Realmente alegraban la vida y nos dejaban recuerdos
memorables.
Tuvimos unos
espléndidos profesores de artísticas. En segundo estaba don Darío Espinosa,
también pintor y escultor. Nos enseñó talla en madera. Se tallaba con unos
punzones llamados de media caña que comprábamos en la papelería Bolívar.
Innecesario decir que mamá hizo unas tallas que nos merecieron muy buenas
notas. En tercero y cuarto tuvimos a Don Darío Tobón Calle – escultor,
arquitecto, pintor al caballete y también muralista. En clase nos ponía a hacer
casitas y modelos en balso, mientras él contaba historias de su vida en Europa
y de su antepasado, el artista santarroseño, Marcos Tobón Mejía. Había en el
salón de clase un pequeño museo donde Don Darío conservaba algunas miniaturas
de Tobón Mejía, que mirábamos con lupa, asombrados de ver pintado en un botón
hermosos paisajes increíblemente detallados. Decía don Darío que eso se pintaba
con una cerda de pincel solo un poco más gruesa que un cabello.
En quinto nos esperaba
don Jorge Cárdenas, un pintor clásico, contemporáneo y compañero de Fernando
Botero, que llegaba siempre a sus clases vestido de traje oscuro, que portaba
con singular elegancia. Don Jorge andaba con un proyector de diapositivas y
libros de arte traídos de Europa. Había escrito un pequeño libro de historia
del arte que arrancaba con ilustraciones de la Cueva de Altamira y de la Venus
de Willendorff y concluía con las Damas de Aviñón de Picasso. En sus clases
recorríamos con sus diapositivas los grandes museos de Europa: Louvre, El
Prado, Galería de los Uffizi, etc. Don Jorge tenía predilección por la pintura
realista holandesa, pero creo que su pintor favorito era Alberto Durero.
Además del gran arte
universal, Don Jorge nos hablaba de la obra de los artistas antioqueños y nos
invitaba a ver sus obras en el entonces llamado Museo de Zea, situado al lado
de la Iglesia de La Veracruz. Fui muchas veces a ese mueso y recorría fascinado
sus salas que me parecían maravillosas pues aún no había conocido ninguno de
los grandes muesos de Europa. Hoy después de haber visitado muchos muesos y de
haber visto muchos cuadros, sigo sintiendo el recuerdo de mis recorridos
solitarios, porque no era mucha la gente lo visitaba.
Al frente de la
entrada estaba un cuadro de gran formato de Diego Rivera llamado El despertar
del indio a la civilización, que durante muchos años fue la posesión más
importante del Museo, antes de que lo suplantara el Pedrito, el primer cuadro
que Fernando Botero donó a la Ciudad. Otra de las grandes obras era el Cristo
del Perdón, de Francisco Antonio Cano, quien tenía una sala completa dedicada a
su obra, retratos y paisajes. El gigantesco retrato de Rafael Núñez me causó
siempre gran impresión. Había obras otros pintores antioqueños: Eladio Vélez,
Francisco Madrid, Humberto Chávez, Pedro Nel Gómez y otros más, cuya obra el
maestro Jorge Cárdenas estudió en su libro Evolución de la pintura y la
escultura en Antioquia escrito con su esposa Tulia Eugenia Ramirez.
Nos hablaba también
Don Jorge de las iglesias y monumentos de Medellín. Por él aprendimos que la
iglesia de Jesús Nazareno, que nos parecía muy bonita, era en realidad un
esperpento arquitectónico de lo peor y que la iglesia de San Antonio, con su
inmensa cúpula era una de las más bellas de la Ciudad. Aprendimos a valorar la
sobria elegancia del Hospital San Vicente de Paul y la majestuosidad del
Palacio Nacional, hoy convertido en un centro comercial de lo más vulgar. De
cada iglesia nos hacía un pequeño recuento de su historia y una descripción de
sus estilos arquitectónicos. Con Jorge Cárdenas aprendí a amar las iglesias de
mi Ciudad y las de todas partes. Sus enseñanzas me prepararon bien para
apreciar las espléndidas catedrales europeas y las modestas capillas
pueblerinas. Donde quiera que vaya, pueblo o gran ciudad, visito sus iglesias y
sé mirarlas y valorar sus méritos arquitectónicos y artísticos de los que no
carece totalmente ninguna de ellas, incluidas las más humildes.
Don Jorge pintó, no sé
si por encargo o mero gusto, retratos de algunos de sus alumnos. Hizo uno de
Adrían Chamorro, tocando violín, y otro de Arnoldo Ramirez, con un libro en la
mano. Los exhibió titulados: El violinista Adrían Chamorro y el escritor
Arnoldo Ramirez. Adrían llegó a ser un gran violinista, Arnoldo no publicó
nada. La obra más conocida de Don Jorge es el retrato de Porfirio Barba-Jacob
que está en el Museo de Antioquia. El Maestro Cárdenas falleció en 2018, un año
antes había mostrado su obra en la Biblioteca de EAFIT.
El escultor Alonso
Ríos Vanegas, discípulo de Jorge Marín Vieco, fue nuestro profesor de arte en
sexto. Estaba todavía muy joven, tendría uno 25 años, y carecía de la cancha y
la confianza en sí mismos de los otros grandes artistas que fueron nuestros
profesores. Rios hablaba permanentemente de su maestro y de su fascinante de fundición
en la que hacía sus obras en la Finca Salsipuedes, situada en la parte alta del
Barrio Robledo. Estando ya en la Universidad fui un par de veces a Salsipuedes,
con Fernando Alirio López Castaño, quien era amigo de Jorge Marín hijo.
Salsipuedes era la bella mansión mágica y fascinante de la canción de Lucho
Bermúdez. Jorge hijo quería convertirla en una especie de centro cultural donde
vivieran y trabajaran poetas, músicos y
artistas plásticos. La cosa no resultó muy bien y el lugar se fue llenando de
hippies que de arte más bien pocón, pero de marihuana y guaro bastantón.
Aconsejado por Alirio, que era un amigo sincero, Jorge se fue deshaciendo todos
esos vividores que estaban acabando con la casa de sus padres y con su
patrimonio. Hoy Salsipuedes en una Casa Museo que vale la pena visitar.
Ya que apareció, hay
que seguir con él. Fernando Alirio López Castaño fue uno de mis mejores amigos
del Liceo y siguió siéndolo durante muchos años más. Era de la barra de
Campoamor, junto con La Pulga, William Ramirez, y Tulito, Julio Hoyos.
Conformaban un trio fenomenal: alegres, divertidos, mamagallistas, buenos
estudiantes sin mucho esfuerzo y con intereses intelectuales muy amplios, al
igual que muchos de mis compañeros.
Fuimos compañeros desde primero a sexto, pero nuestra amistad se
profundizó en los últimos tres años durante los cuales compartimos nuestro
gusto por la literatura, la filosofía, la historia y la política. Teníamos
conversaciones con un grupo del que hacían parte también Luis Fernando Palacio,
León Zuleta, Arnoldo Ramirez y otros más. Todos éramos lectores infatigables y
desordenados y tratábamos de descrestarnos los unos a los otros presumiendo de
nuestros conocimientos, de algún dato novedoso o de un libro que habíamos leído
antes que los demás. Nos creíamos intelectuales y competíamos por parecer más
intelectuales que los otros.
Fernando Alirio pudo
haber sido un gran escritor y en cierta forma lo fue, al menos en el aspecto
cuantitativo. Desde el bachillerato escribía profusamente en grandes hojas de
papel oficio en las que, con una letra apretada, algo fea pero perfectamente
legible, anotaba y anotaba todas las ocurrencias que se le venían a la cabeza.
Un día, cuando estábamos en cuarto o quinto, apareció con un gran libro
empastado de hojas blancas que le había hecho un impresor amigo. Todos los días
andaba con ese libro, anotando, anotando, lo que según decía, sería la historia
de nuestra vida en el Liceo. No sé cuál fue el destino de ese libro, pero ¡cómo
me gustaría tenerlo entre mis manos en este momento! Alirio tuvo la feliz
intuición de que nuestra vida de escolares tenía algo de maravilloso y que sus
avatares merecían ser contados, ser recordados.
Algún día, en quinto o
sexto de bachillerato, se apareció con veinte o treinta hojas de oficio
manuscritas. Era una carta dirigida tal vez a Luis Fernando Palacio. En los
meses siguientes todos sus amigos fuimos recibiendo, uno a uno, inmensas
pastorales en las que con gracia y ternura nos expresaba sus sentimientos y
recordaba minuciosamente los eventos de la amistad con cada uno de nosotros.
Podía referirse detalladamente a la forma en que nos miramos algún día en una
clase de historia o de literatura en primero o segundo de bachillerato.
Recordaba lo que alguien había dicho en algún momento remoto en clase, en el
recreo o en un partido de fútbol. Además de Palacio, fuimos destinatarios de
esas increíbles cartas suyas William Correa, Arnoldo Ramirez, La Pulga, León
Zuleta y diez o doce más. La mía, que conservé durante varios años, se perdió
en algún trasteo, tal vez cuando Gloria y yo nos fuimos para Francia.
Estando en la
Universidad, donde empezó a estudiar derecho que después cambió por literatura,
continuó escribiendo cartas. Esa escritura delirante consumía la mayor parte de
su tiempo y de su energía intelectual. Escribió cartas zaherientes contra
algunos de sus profesores de derecho que despreciaba, pero sobre todo cartas de
amor a las muchas mujeres que amó entre las cuales es estuvo Gloria a quien
dirigió por lo menos dos de sus profusas cartas y a quien amó toda su vida.
Alirio, que según me parece no fue muy afortunado en cosas de amor - nunca tuvo
una verdadera novia, nunca se casó- tenía el curioso hábito de enamorarse de
las novias de sus amigos, buscaba hacerse amigo de ellas y les escribía cartas
y poemas, más que con el propósito de quitárselas, con el de meterse de alguna
forma en esa intimidad, de hacer una especie de “menage a trois” intelectual y
afectivo.
En la Universidad
conversábamos mucho, Alirio y yo. Muchas veces caminábamos, desde la
Universidad hasta el Centro, para ahorrarnos un pasaje o por el simple placer
de caminar, pues en la Medellín de entonces era grato caminar. Un día, en la
parada de bus del cruce de Carabobo con Barranquilla vimos, los dos al mismo
tiempo, un billete de cincuenta pesos tirado en el suelo. De inmediato Alirio
se metió en la fila de quienes esperaban el bus y puso su maletín sobre el
preciado billete. Cuando los pasajeros tomaron su bus, recogimos nuestro
billete y continuamos nuestro camino. Rápidamente tomamos la decisión de gastar
nuestros cincuenta pesos en un par de las suculentas bananas Split que vendían
en Fuente Azul, la elegante heladería que quedaba en Junín, y costaban 25 pesos
cada una. Eso era un dineral, habida cuenta de que el salario mínimo legal
vigente en 1972, el año de esa aventura, era $ 660 mensuales. Ese salario
mínimo alcanza para 26 bananas en Fuente Azul, el de hoy compra 91 en Crepes
& Waffles, el único lugar donde se vende una banana comparable, aunque
remotamente, a la de Fuente Azul.
Mi helado favorito es
la banana Split, no porque me guste mucho, en realidad no soy muy amante de los
helados, sino porque me he pasado la vida buscando una banana que me recuerde
el sabor, el olor, la increíble clamosidad y, sobre todo, que dure tanto como
la banana de ese día. No sé cuánto rato estuvimos sentados, en esas acogedoras
sillas de espaldar elevado, un frente al otro, paladeando, disfrutando
lentamente esa delicia que nos había regalado la vida. Ese rato es para mí como
algo fuera del tiempo, como un pedazo de eternidad que sigue ahí, durando, con
Alirio y yo instalados para siempre en él, con nuestras bananas que nunca se
acaban.
Terminada su
licenciatura en literatura, Alirio viajó a la Unión Soviética donde estudió
ruso y literatura rusa y continuó escribiendo cartas. Muchos años después lo
encontré por azar, caminando por el Centro, cuando se desempeñaba como
coordinador de la educación a distancia para Antioquia y Chocó de alguna
universidad de Bogotá. Tenía, en el Edificio Vélez Ángel de la Avenida de
Greiff, una oficina grandísima en la que, además de los papeles académicos y
administrativos de su cargo, alojaba su biblioteca personal y decenas de
plantas, pues la jardinería fue también una de sus pasiones. Por eso había sido
gran amigo de mi mamá a quien le encantaban sus visitas cuando vivíamos en la
casa de San Pablo.
Mirando los estantes
de su biblioteca, como siempre hago cada vez que entro en una, vi su colección
de los libros de Michel Foucault, cuya obra amaba Alirio y de quien yo me había
descantado al descubrir, cuando hacía mi tesis de doctorado, que todo el
capítulo de Las palabras y las cosas titulado “Cambiar” era un vulgar plagio de
un autor del Siglo XVIII que había tenido la oportunidad de leer en la
Biblioteca Santa Genoveva de París. Discutimos mucho de Foucault de cuyo
pensamiento me había alejado yo por razones aún más importantes que el
vergonzoso plagio. Por supuesto ninguno de nosotros cambió su punto de vista.
Alirio estuvo muy feliz cuando en otra visita le regalé el Raymond Russell de
Foucault, que faltaba en su colección, y el extraño libro de Russell, Locus
Solus, del que Foucault hace un pormenorizado análisis en el libro mencionado.
Aunque tuvimos otros breves encuentros ocasionales, esa fue la última vez en
que compartí con Alirio como amigo. Después supe por La Pulga de su
fallecimiento víctima de un fulminante ataque cardíaco que lo sorprendió en Junín
con La Playa, cerca de su lugar de trabajo.
Ya en su vida adulta
Alirio abandonó la escritura de las cartas. Ya no hay a quién y ya para qué. En
todo caso continuó escribiendo pequeños poemas y comentarios a los poemas de
otros poetas tan desconocidos como él que eran sus amigos. La poca literatura
que publicó, en modestas ediciones financiadas por una cooperativa financiera
de la que uno de sus amigos poetas era gerente, me pareció más bien malita. No
así la literatura que vivió, pues ahora lo entiendo, cuando estábamos en el
Liceo, Alirio vivía como si estuviera metido en una novela, la novela de su
vida y la nuestra, de ahí su obsesión proustiana por contarlo todo, en su libro
y en sus interminables cartas, en las que ahora entiendo quería dejar el recuerdo
de ese tiempo que estábamos viviendo para evitar que se convirtiera en un
tiempo perdido para la memoria. No sé qué haya pasado con el libro empastado,
es probable que aún esté en su casa de Campoamor en la que habitó hasta el
final de sus días. No es improbable que allí estén también las copias de sus
cartas, porque ese orate maravilloso que fue Alirio, tenía la costumbre de
escribirlas por duplicado, entregando una al destinatario y conservando otra
para su archivo. Quizás en una casa de Campoamor estén los manuscritos de la
obra del Marcel Proust colombiano.
La Pulga, William
Ramirez, otro de los muchachos de Campoamor que llegaron al Liceo, era un
mamagallista incorregible. Estaba riendo todo el tiempo, haciendo bromas que a
nadie ofendían y a todos agradaban porque eran bromas tiernas, dulces, amables
como era su carácter. Fue el responsable de muchos de los apodos de nuestros
compañeros. A Galeano le decía Colocolo, a Julio Hoyos Tulito, y así. Desde primero a mí me bautizó como Frijolito,
mote que me acompañó todo el bachillerato y que como aún me llaman los
condiscípulos del Liceo. Frijolito, me decía, vos no fuiste parido sino cagado,
salía corriendo, esperando que yo lo persiguiera para darle una paliza. Eso
hacía con todos, pero nadie lo perseguía, nadie le pegaba.
Como todos los de
Campoamor, jugaba bien al futbol, pero ni jugándolo lo abandonaba su gusto por
las payasadas y hacía bromas futbolísticas, como entregarle deliberadamente el
balón a un contrario o fingirse el lesionado lanzando alaridos de intenso dolor.
En una ocasión llegó hasta la portería del equipo contrario y, cuando tenía el
arquero vencido, en lugar de marcar el gol, volvió sobre sus pasos y corrió
como loco, sin que nadie lo detuviera porque nadie entendía lo que estaba
haciendo, hasta su propio arco y marcó un espléndido autogol. Me equivoqué, me
equivoqué, gritaba, mientras sus compañeros, más divertidos que enojados, lo
castigaban con suaves coscorrones.
La pasión de La Pulga
era la literatura. Ya en quinto o sexto se metió con Joyce y era capaz de
recitar de corrido largos trozos el increíble monólogo de Penélope. Se hizo
profesor de literatura en un liceo de bachillerato y escribió algunas cosas,
entre ellas la memoria del Campoamor de su niñez, que divulgó parcialmente en
pequeños textos y en entrañables entrevistas radiales. Ya siendo adultos lo
visité en su casa, la misma de su juventud, en la que habitó toda su vida.
Tenía un hermoso hogar conformado por su esposa y dos hermosas hijas que lo
aman con devoción. Carolina, la mayor, es economista y trabajó conmigo en
ECSIM, el único centro de investigación económica independiente de Medellín,
fundado por mi querido amigo Diego Gómez. Hoy Carolina vive en Estados Unidos,
donde desarrolla su carrera profesional. La Pulga sigue en Campoamor, en su
apacible hogar, continúa enseñada literatura, recordando la vida de su viejo
barrio y, quizás, como lo hago yo, nuestra vida en el Liceo.
Recorrer la galería de mis amigos del Liceo
haría este relato interminable. Fueron muchos y muchos son aquellos cuya
amistad conservé a lo largo de los años. Las amistades nacidas en la escuela o
el bachillerato, cuando se mantienen o renacen en la vida adulta, tienen una
característica de la que carecen las que se forman después, en la universidad o
en la vida laboral. La mayoría de estas últimas, no todas, suelen ser el
resultado, más o menos racional, de una identidad de intereses o de un
propósito compartido; cuando esos intereses o propósitos desaparecen, la
amistad se debilita y termina por extinguirse. Las viejas amistades escolares
que perduran están basadas en una especie de complicidad, que surge a
borbotones en los encuentros alegres de condiscípulos en la forma de recuerdos
chistosos que la revelan oblicuamente, pero que es mucho más profunda que eso
porque es una complicidad pudorosa, porque es la complicidad de la desnudez.
Uno de los grandes
choques del liceísta de primero se presentaba en los baños al momento de
desvestirse para ponerse la pantaloneta de educación física o de entrar a
ducharse y vestirse una vez concluida la clase. Ver a los grandotes de quinto y
sexto pasear sus grandes vergas emergiendo de sus pubis peludos causaba una
fuerte impresión en niños de once o doce años, que ocultaban con pudor sus
escuálidos pipicitos, sus minúsculos testículos y sus pubis vergonzosamente
ralos. El temor a la burla era completamente infundado pues los dueños de las
grandes vergas comprendían indulgentemente la turbación de los pipichicos
porque ellos ya habían pasado por eso. El choque de la iniciación a la desnudez
física, aunque impactante, se superaba rápidamente. No así el de la espiritual
que se presenta muchos años después cuando el azar nos depara el encuentro con
un antiguo condiscípulo y al momento de saludarlo efusivamente, por el apellido
o el viejo apodo, descubrimos que estamos desnudos el uno frente al otro y ese
descubrimiento nos convierte de inmediato en cómplices.
Es por eso que, sin
importar la vida que hayamos vivido después de salir del Liceo, sin importar
que haya sido mediocre o exitosa, sin importar los títulos o los honores
alcanzados, ante los amigos de infancia y juventud seguimos siendo los
frijolitos, los colocolos, los pirris, las pulgas, los serapios que fuimos en
la escuela o el liceo. Cuando se está en la primaria o el bachillerato uno no
siente que su vida vaya para ninguna parte. Uno está ahí, viviendo simplemente
y, sobre todo, siendo, siendo como es o como va siendo o como los otros lo
hacen ser. Y es ser como se es, es justamente la desnudez, la desnudez del
alma.
Cuando cumplimos
veinticinco años de egresados, asistí en el Hotel Dann Carlton, a un encuentro organizado
por Colocolo, Luis Aníbal Galeano, exitoso constructor, y Matuquita, Julio
Jaime Calderón, brillante ejecutivo. Allí estaban todos mis condicípulos –
Moreno Casafuz, Esteban Rodríguez, el Muerto, Memo Aristizabal, Perucho, Memo
Montoya, etc. – y algunos profesores de los que recuerdo solo a Roger Goez,
profesor de química en quinto. Fue un encuentro alegre que terminó, como a las
nueve de la mañana del otro día, en mi casa a donde llegué con diez o doce de
ellos a las dos o tres de la madrugada. Me encantó encontrarlos y volví a ver a
algunos de ellos en eventos promovidos por ese infatigable cultor de la amistad
liceísta en que se convirtió Julio Jaime Calderón. No he dejado nunca de querer
a mis amigos liceístas, aunque sé poco de sus vidas actuales. Los quiero como están
en mi memoria, completamente desnudos, y soy feliz cuando el azar nos depara
algún encuentro casual donde surge de manera natural la evocación de nuestra
antigua complicidad.
El Liceo tenía una
maravillosa biblioteca, situada en el primer piso del bloque de tercero-cuarto.
El bibliotecario era Jaime Sarrazola, buen conocedor de libros, amable sin
melosidad, tremendamente estricto en el cumplimiento de las devoluciones de los
libros prestados y exigente en el buen trato que debía darse al material. Los
libros de la biblioteca no podían rayarse, ni ser maltratados ni mucho menos
mutilarse. Esto último se consideraba casi un delito, que en caso grave se
pagaba con la expulsión.
Esto fue lo que estuvo
a punto de ocurrirle a un muchacho de apellido Guisao en tercero de
bachillerato. En clase de historia la profesora, Doña Socorro Ramirez, había
asignado a cada uno de los alumnos un tema de consulta. El día en que había que
presentar la tarea, Doña Socorro llamó de primero a Guisao. Este, desde su
pupitre, empezó a leer un texto increíblemente bien escrito. William, ¿de dónde
sacó esa información? ¿La copió de algún libro de la biblioteca? No, señorita,
la tengo aquí en unas hojitas. Muestre a ver. Y William caminó hasta el pupitre
de la profesora llevando las hojas arrancadas de un libro de la biblioteca.
Doña Socorro ya sabía de la mutilación, Sarrazola le había informado, y por el
asunto del libro mutilado sabía también quién era el responsable. Pero quiso
montar el espectáculo humillante de Guisao para darnos a los demás una
inolvidable lección. Ese día no hubo clase de historia, Doña Socorro habló sin
parar durante toda la hora del respeto debido a los libros mientras el infeliz
Guisao escuchaba lagrimeante, con la cabeza agachada, parado ahí, al frente de
todos, al lado del pupitre de la profesora.
Doña Socorro Ramirez
fue una gran educadora, como casi todos mis maestros de entonces que, más que
enseñar, educaban y no tenían ningún temor de hacerlo. Había llegado al Liceo
con la inmensa reputación de haber sido durante años la rectora del CEFA, por
aquel entonces el colegio femenino público más prestigioso de Medellín. El
Liceo Antioqueño de las mujeres. Allí estudiaron mis hermanas. Entonces los
maestros del sector público ya tenían su régimen especial de jubilación que les
permite alcanzar fácilmente dos pensiones. Doña Socorro alcanzó la primera más
cerca de los cuarenta que de los cincuenta. Era alta, blanca, lozana, elegante,
hermosa de verdad. Los profesores todos le coqueteaban y los ardientes adolescentes
que éramos sus alumnos disputábamos por tener el mejor lugar en el aula para
apreciar sus largas piernas. A parte de eso, las clases de historia universal
de Doña Socorro eran fascinantes, era una delicia oírla hablar del Tratado de Tordesillas.
Volví a encontrarla como Rectora del Colegio Colombo Británico donde mis hijos hicieron
su primaria y el bachillerato. Su presencia fue un factor determinante en la
decisión de matricular a mis hijos en ese colegio.
En primero de
bachillerato ocurrió en la Biblioteca un evento inolvidable. El rector de la
Universidad era el Doctor Lucrecio Jaramillo Vélez, abogado y latinista, que
había sucedido en el cargo a Ignacio Vélez Escobar, el hombre que hizo la
Ciudad Universitaria. Don Lucrecio, así le decíamos, tuvo la ocurrencia
dictarnos a los chicos del Liceo un seminario sobre La Comedia, llamada divina,
como el gustaba decir, de la que había hecho su propia traducción. Al medio
día, después del almuerzo, los que queríamos, íbamos a la biblioteca, a
escuchar de Don Lucrecio, quien iba narrando e interpretando al mismo tiempo el
viaje de Dante a los infiernos. Con una erudición digna del Colegio de Francia,
confrontaba su traducción con las de otros autores y no vacilaba en leer trozos
en antiguo toscano. A mi don Lucrecio me parecía, con su rostro blanco y su
cabeza encanecida, como una especie de romano al que solo le faltaba la corona
de laurel para ser igual a Virgilio.
Si alguien dice haber
estudiado en el Liceo Antioqueño a mediados de los años sesenta y no recuerda a
Pompilio, está mintiendo. Por los bloques de primero y segundo, principalmente,
merodeaba, por eso años, un hombre viejo vestido de traje ajado, con corbata
deshilachada y sombrero de fieltro maltratado, unas gafas grandes de montura de
pasta negra en las que un pedazo de tela remplazaba una pata perdida, cargando
una inmensa caja llena de periódicos, libros y folletos y fumando todo el
tiempo un cigarrillo piel roja insertado en un garabato de alambre que hacía
las veces de boquilla. Ese era Pompilio.
La leyenda urbana
decía que Pompilio era un antiguo profesor del Liceo, extraordinariamente
sabio, que, como Alonso Quijano, había enloquecido a causa de sus innumerables
lecturas. Sobre todo, en los primeros días de clases, a la salida del recreo,
multitud de escolares de primero de bachillerato hacían corro en torno a
Pompilio para escuchar su supuesta sabiduría, cuyo prestigio se esforzaba en
mantener intercalando uno que otro latinajo en los relatos que con una vocecita
ronca y asordinada hacía para deleite de sus asombrados oyentes.
Después, sin dejar de
creer en su sabiduría, nos íbamos distanciando de Pompilio, de sus charlas
aptas para primíparos no para los grandes de segundo, y lo saludábamos
cariñosamente, hola Pompilio, cada vez que el azar nos daba ocasión. No
sabíamos entonces que Pompilio se había instalado en el alma de cada uno y que
su entrañable recuerdo nos acompañaría para siempre. Casi toda mi vida he
tenido maletines o morrales grandes, llenos de libros, periódicos y folletos,
como la caja de Pompilio.
Don Abraham Gonzalez
no era, por supuesto, ningún orate, pero tenía, como Pompilio, una inmensa
reputación de sabio. Se decía de él que era un gran filólogo y gramático,
eximio latinista y un profundo conocedor de la historia colombiana, materia que
nos enseñó. Era el más alto y el más viejo de todos los profesores del Liceo y
todo mundo lo trataba con especial respeto. Vestía siempre traje azul de rayas,
con chaleco y leontina, y elegante sombrero de fieltro que ocultaba su calva y
brillante cabeza negra que exhibía en sus clases a las que nunca entraba de
sombrero, el cual dejaba en el perchero de la sala de profesores, pues era mala
educación portarlo cuando se estaba en recintos cerrados.
El relato de la
historia patria por Don Abraham era asombrosamente novelesco y nutrido de
increíbles detalles. Como si hubiera estado allí, Don Abraham contaba la
conversación entre Vasco Núñez de Balboa y el indio Panquiaco, cuando éste le
reveló la existencia de otro mar al sur el istmo de Panamá, el Mar del Sur.
También parecía haber estado presente al anochecer del siete de agosto de 1819,
cuando el soldado niño Pascasio Martínez rechazó las monedas de oro que le
ofrecía José María Barreiro, el comandante español derrotado en la Batalla de
Boyacá, por dejarlo escapar. ¡Ni todo el oro del mundo podrá comprar la
libertad de una nación! repetía don Abraham con su voz recia y tono teatral las
palabras que habría dicho Pascasio al infeliz Barreiro. A Pascasio lo
ascendieron a Sargento y le prometieron un premio de trescientos pesos que
nunca recibió. Recibió una sola vez la pensión de un peso mensual que el
Congreso le asignó en 1880. Pascasio murió en 1885.
Pero el mejor relato
de Don Abraham era el de la acción heroica del Negro Piñango en lo alto de las
murallas de Cartagena durante el sitio español de 1815. Después de días de
intenso bombardeo y de intentos fracasado por alcanzar la muralla, un soldado
del ejército de la reconquista consiguió escalarla y con el grito ¡Víva España!
clavó la bandera en el más elevado baluarte. ¡No, porque aún vive Piñango! En
ese momento don Abraham movía su brazo como quien lanza un machetazo, mientras
decía, con voz recia, y de un tajo el cortó la cabeza. Ese fue un instante
espectacular en mi vida en el que pienso cada vez que les respondo a mis amigos
que me preguntan cómo estás con ese ¡aún vive Piñango!
¡Filemón Aristizabal,
cincuenta y siete años de edad y nunca me he hecho una paja! Así empezó,
golpeándose el pecho con la palma de la mano derecha, la primera clase de
educación física a la que asistí en el Liceo. Tenía dos hijos, Guillermo, mi
contemporáneo, y Raúl, dos o tres años mayor, que padecieron algunas vergüenzas
por las chifladuras de su padre, a quien amaron mucho. Las clases de Don
Filemón eran una combinación de educación sexual con educación física. Durante
la primera parte hablaba de los efectos nocivos de la paja, incluidas tonterías
como aquella de que al masturbador contumaz le crecen pelos en la palma de la
mano, y de los peligros para la salud de ir donde las putas. Señores, hoy vamos
a hablar de las putas, si señores, de las putas. Y arrancaba a disertar sobre
la sífilis y la gonorrea mientras nos mostraba unos carteles con grandes penes
llenos de chancros. Después nos mandaba a subir corriendo al Cerro el Volador
mientras él leía la prensa, esperando, cronómetro en mano, la llegada de los
corredores.
Desde muy niño era
adicto a las noticias. Mi papá lleva todos los días El Colombiano y yo lo leía
de pe a pa y me mantenía enterado de la actualidad nacional e internacional.
Con varios de mis compañeros seguimos los acontecimientos decisivos de 1968: la
Primavera de Praga y el Mayo de París. Estábamos en tercero, que por esa y
otras razones fue para mí el año más significativo del bachillerato.
Mi principal
contradictor de aquellos días fue Benhur León Adalberto Zuleta Ruiz, uno de los
hombre más valientes y determinados que he conocido en mi vida. Era hijo de un
carpintero comunista, que bautizaba a sus hijos con nombre triples entre los
cuales no faltaba el de un personaje histórico. Otro de sus hijos tenía un
Beethoven en su tripleta y una hija una Aída en la suya. Varias veces visité su
casa-taller en Belén San Bernardo, impregnada del olor de la madera y atestada
libros y revista de la Unión Soviética y ejemplares de Voz Proletaria por todas
partes.
León era entonces un
comunista ortodoxo pro-soviético sin fisura alguna. Dubcek y los demás líderes
checoeslovacos era agentes del imperialismo yanqui, la invasión del Pacto de
Varsovia estaba totalmente justificada, porque había que defender el socialismo,
y Jan Palach, el muchacho que se incineró a lo bonzo en la Plaza de San
Wenceslao para protestar contra la invasión, un perfecto idiota útil al
servicio del imperialismo. No había quien moviera a León de esa posición como
no hubo quien lo moviera de su ortodoxia y su militancia comprometida. Zuleta
vendía Voz Proletaria, el semanario del Partido Comunista Colombiano, pegaba
carteles, asistía a reuniones de su célula, participaba en mítines, buscaba
nuevos militantes y regaba tachuelas los días de paro o en las marchas del día
del trabajo.
Las convicciones
comunistas de León empezaron de debilitarse cuando estábamos en sexto y se
desvanecieron totalmente en los primeros años de universidad. Desde el
bachillerato, sus camaradas de la Juventud Comunista empezaron a hostilizarlo
por su inocultable homosexualidad. Fuimos más tolerantes sus amigos no
comunistas quienes valoramos siempre su inteligencia, sus convicciones y su
valentía. No toleraba que le dijeran marica y no vacilaba en liarse a puños con
quien lo hiciera, a pesar de su pequeña estatura y su débil contextura. Zuleta
nunca fue un marica ni tuvo gestos o hablar amanerados. Era homosexual y era
muy hombre, lo fue siempre.
Creo que la
transformación intelectual que lo llevó a romper con los comunistas y lo
convirtió en el lobo solitario defensor de la condición homosexual, empezó con
el conocimiento de la obra de Wilhelm Reich, un discípulo de Freud que tuvo el
delirio de hacer una síntesis entre el marxismo y el psicoanálisis. Después
leería a Foucault, a Deleuze, a Guattari y a todos los filósofos franceses que
convirtieron la homosexualidad en una forma de la política. Inspirado en todos
ellos, se inventó un periódico, El Otro,
que escribía, imprimía y distribuía él mismo. León fue el primero en defender
el derecho de los homosexuales a ser tratados como ciudadanos iguales a los
demás. Lo hizo con inteligencia, pasión, provocación y, hasta, agresividad, en
una época en que eso significaba asumir grandes riesgos. Asumió riesgos con la
bebida, la drogas, la promiscuidad sexual.
Lo reprendí
frecuentemente por su desenfreno, sonreía en silencio, pues sabía que a mí no
podía salirme con la cerreta de que la trasgresión sexual era un acto político,
según la prédica de los intelectuales franceses. Esa bazofia ecléctica la
reservaba para seducir a sus jóvenes admiradores. Dejé de verlo desde que, en
1990, abandoné la Universidad y me fui a trabajar a EPM. León murió brutalmente
asesinado a cuchilladas el 23 de agosto de 1993, en su apartamento del Barrio
Loreto. Nunca se supo quién lo hizo, no hubo siquiera un sospechoso, su muerte
no se investigó. Era el asesinato de un marica más.
¡Marino, las hojas!,
¡Marino, las hojas! Así le gritábamos de Don Marino el profesor de Ciencias
Naturales de tercero. El texto guía eran unas hojas impresas que el hombre nos
vendía. Supuestamente eran dos paquetes, pero Don Marino solo entregaba el
primero, el segundo nunca llegó y eso al parecer había pasado con todas y cada
una de las promociones. Por eso los estudiantes todos, desde cuarto a sexto, le
gritaban ¡Marino, las hojas! sin que él se inmutara. Era un hombre divertido,
alegre, dicharachero y buen profesor. Gracias a él muchos liceístas conocimos
el mar.
El hombre tenía una
especie de trato con un hotelero de Tolú y todos los años, en las vacaciones de
mitad de año, empacaba un montón de muchachos de tercero en un bus de la Acción
Social y se los llevaba a conocer el mar. Con esa increíble capacidad de sacar
dinero no se sabe de dónde, mi papá, sin reticencia, me pagó el costo del
paseo. En ese entonces el viaje a la Costa era toda una odisea. El pavimento se
acaba en El Hatillo y de ahí en adelante casi todo era carretera destapada, con
pequeños tramos pavimentados aquí y allá. A las tres de la tarde, salimos de la
Plazuela Nutibara, a donde mi papá me llevó, esperando luego con aire
compungido la partida del bus. Llegamos
a Tolú al amanecer del otro día.
Yo iba en la primera
fila, al lado de Marino, quien todo el viaje estuvo pendiente de que Abelardo,
el chofer, no fuera vencido por el sueño. Cuando vi el mar, majestuoso,
inmenso, grité, ¡el mar!, ¡el mar!, despertando a todos mis compañeros que
dormitaban en sus asientos. Jamás volví a sentir esa emoción con la visión del
mar, ni desarrollé por él la fascinación física que experimentan muchas
personas.
Con los años perdí el
sentido de disfrute de la arena y de las olas. En las ciudades costeras me
abruma el calor y el contacto con la arena de la playa y el agua salada me
resulta repulsivo. El mar se convirtió para mí en una figura literaria, cuya
máxima expresión es “La mer”, así, en francés, como en el poema Cementerio
Marino de Paul Valery. Definitivamente soy un hombre de montañas, son
las montañas de Antioquia las que me transmiten esas sensaciones físicas que
tocan el alma.
El hotel estaba
situado a todo el frente del mar, solo separado de la playa por una pequeña
calle abierta, como hoy, al tránsito de vehículos. La playa era amplia y limpia
y penetraba en el mar muchos metros. Los pescadores faenaban sus trasmallos en
las cercanías del hotel que eran las cercanías del pueblo mismo en el que
abundaban todavía las chozas de bareque techadas de paja. Hoy Tolú es un pueblo
feo, que podría estar situado en cualquier parte, lejos del mar. La playa,
falta de espolones adecuados, ha desaparecido por los embates de las olas.
Instalados en el hotel, quedábamos en completa libertad. Marino permanecía
tumbado en una silla de madera, tomado cerveza en las mañanas y ron en las
tardes, conversando incasablemente con el dueño del hotel a quien llamaba
“Capitán”. En vistas posteriores a Tolú, impulsado por la nostalgia, busqué
siempre, sin fortuna, ese hermoso hotel. Nadie sabía de su existencia, nadie
recordaba un hotel cuyo dueño hubiese sido un “Capitán”.
El regreso fue
igualmente azaroso como la ida, agravado por un derrumbe, por los lados de
Ventanas, que nos mantuvo varias horas detenidos en la carretera. El viaje duró
más de veinte horas, llegué a mi casa al amanecer, cubierto de polvo por todas
partes y protegiendo, envuelta en la ropa sucia, una coca de porcelana que
había comprado para mi mamá.
A mi mamá le gustaba
coleccionar platos de vajilla que colgaba en una de las paredes del comedor. La
mayoría de sus platos los consiguió canjeándolos por ropa vieja a los
ropavejeros que recorrían el barrio. No era inusual, en mi casa, cuando
buscabas una camisa o una pantaloneta enterarse de que mi mamá, al verla ya
vieja y raída, la había cambiado por un plato o una coca. ¡Póngase la coca,
mijo, decía socarronamente! De todas las cocas que tuvo la que más amó durante
muchos años fue la que le traje. Frecuentemente la tomaba entre sus manos y
mirando a su interior decía ver mi rostro empolvado de la noche en la que se la
entregué a mi regreso del viaje a Tolú. ¡Mi carita sucia! ¡Mi carita
sucia! - repetía una y otra vez.
LGVA
Septiembre de 2021.